El niño se inventó un mundo propio, y en cada momento va creando maravillas. Como esas pequeñas frutas que brillan en la oscuridad e iluminan su regreso a casa. Son como uvas, que no se dejan vencer por la gravedad al madurar; invictas a las leyes que mueven el universo.
En cambio, producen un extraño elemento químico, único y aún no identificado, que atrae a un tipo especial de luciérnagas —mastinomorphus.
Estas se acercan a las frutas y se van alimentando de su pulpa, hasta dejarlas huecas. Por las noches, exhaustas y satisfechas, hacen de la cáscara su morada, iluminando los árboles y dándole nueva vida a los frutos con los que se alimentaron.
La fruta —de la familia de las vitaceae, que igual incluye a las uvas— que comieron se convierte en el combustible de su singular fulgor naranja, que poco a poco se va extinguiendo al alba, para no competir con el sol.
Los frutos no sólo se convierten en refugio, sino también en cunero, pues ahí depositan sus huevecillos. Así como la vida de estos escarabajos de diamante es vertiginosa —un suspiro en la perpetuidad— el ciclo de su reproducción es fugaz: sólo los días veintiocho de cada mes las uvas permanecen intactas, solas en la oscuridad.
Al día siguiente, y los otros restantes, el enjambre tintinea como la luz de las estrellas ya apagadas a millones de años de distancia. La zarza ardiendo que aparece en el Libro del Éxodo pudo haber sido uno de estas parras cuajadas de insectos incandescentes.
En esa misma galaxia, tan parecida a nuestra vía láctea, un luthier defraudado por las limitaciones de los hombres quiso regalarle el don de la música al viento, y comenzó a tallar guitarras, violines, violas, bajos y contrabajos en las ramas de los árboles; los dotó con cuerdas tejidas con los cabellos de su esposa e hijas. Lo hizo con tal delicadeza que los instrumentos nunca se desprendieron de los troncos, frutas perennes que brindan adagios cuando sopla la brisa y allegros cuando se acerca una tormenta.
A los instrumentos les brotan hojas cada primavera, y en su interior circula una sabia dulce y espesa. Esta sinfónica de madera y hojas se encuentra en un bosquecillo sin nombre, que sólo el luthier y el niño conocen. Del instrumentista, hace tiempo que nada se sabe.
El niño, en cambio, se refugia ahí cuando prefiere aferrarse a su memoria que balancearse por su imaginación. Ahí escucha la música compuesta por el viento y abraza a sus papás y abuelos. Todo el universo que va erigiendo, con esas rocas de mampostería inmensas de imaginación, son parte del hogar que el niño va preparando, con la esperanza de un constructor, para recibir a las personas que ama.
Sabe que, tarde o temprano, llegarán a acompañarlo y disfrutarán con él de esas maravillas que sólo él ha visto y que florecen en su alma. No tiene prisa; sabe que sus próximos inquilinos requieren tiempo para sanar. Él aguarda sin remilgos, con la alegría del pajarito que junta musgo, ramas y retazos de billetes de lotería para amalgamar su nido. De eso no me cabe duda alguna, y me gustaría decírselo a esos padres y abuelos a los que un nudo en la garganta me impide dar el pésame.
Edición: Ana Ordaz
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