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Y la máquina seguía pita, pita y caminando

El Tren Maya se emprendió sin contar con un proyecto integral
Foto: Facebook Tren Maya

Hace tiempo me propuse no volver a hablar del Tren Maya. Ha sido una resolución fallida. No importa cuánta tinta se derrame para ensalzar sus virtudes y potencial, criticar su costo y su dudosa sostenibilidad, o lamentar los impactos ambientales que ha generado su construcción, o los que se predice que generará su crecimiento y consolidación como motor de cierto modelo de desarrollo para el sureste mexicano, lo cierto es que la discusión entre sus defensores y detractores no parece ceder.

La controversia es sana, siempre que la conduzca la voz de la razón y la mesura, y sirva para escuchar al otro, aprender, enmendar errores y proponer avances y mejoría. Hasta ahora, el sello de los alegatos ha sido otro: pareciera que de lo que se trata es de descalificar, apabullar y acallar cualquier voz disidente, y esto es cierto tanto para quienes defienden sin cortapisas esta obra insignia de la cuarta transformación, como para los que la consideran sin matices un desastre irremediable.

Quizá no tenga mucho sentido pretender contribuir a la discusión sin haber abordado el tren, apreciando de primera mano cómo funciona, qué panorama ofrece a quien viaja en él, y qué opinan los demás usuarios y quienes habitan los puntos por donde corre, o donde se detiene. Para mí, esto será una asignatura pendiente por un tiempo. Ya tendré oportunidad de probar sus encantos, o sus tropiezos, o ambas cosas.

Por lo pronto, trato de mantenerme al tanto de lo que se dice del proyecto, en los medios y las redes sociales, y con ello intento formarme una opinión más o menos lúcida, a sabiendas de que quizá diste mucho de dar cuenta de lo que realmente significa el tren, tanto para el país, como para los habitantes de la región y los ecosistemas por donde atraviesa.

Todavía estoy lejos de tener una impresión definitiva, y no me siento en condiciones de decir sin ambages que estoy en contra, o a favor, de la existencia de esta obra.

Lo que sí puedo decir – y lo he dicho ya en más de una ocasión – es que respondió a una ocurrencia repentina, y se emprendió sin contar con un proyecto integral y una evaluación razonablemente seria acerca de los impactos que su construcción y operación tendrán en el ambiente, la economía y la calidad de vida en el sureste mexicano.

Entre las consecuencias que ha tenido esta precipitación sexenal, hay una que creo que merece algo de atención: en un efecto parecido al de los árboles que nos impiden ver el bosque, parece que resulta tentador achacar al tren maya cualquier deterioro ecológico, de modo que se deja de lado la evaluación de otras causas igualmente graves, que entonces resultan menospreciadas o ignoradas.

Pongo sobre la mesa dos casos, que me parece que resultan bastante ilustrativos: el hotel construido por el ejército en la Reserva de la Biosfera Calakmul, y el deterioro de la calidad del agua observado en el Estero de Chac, en Bacalar. El primer caso sí tiene una relación directa con la construcción del tren, dado que se decidió erigir para dotar de infraestructura turística a un sitio que se consideraba uno de los principales destinos que el tren podría ofrecer a los visitantes.

Pero los impactos que podrá generar en el área protegida no tienen que ver con el tren en sí, sino con la forma en que se llevó a cabo el proyecto, sin evaluación de impacto ambiental, sin un plan de negocios, sin analizar las consecuencias que tendrá la operación en un hotel de 144 habitaciones, con un estacionamiento para 212 vehículos, alberca, restaurante y demás servicios. Tren o no, un hotel así requerirá de agua en grandes cantidades, en una zona donde obtener el líquido significa un problema considerable, con un costo elevado; demandará energía, requerirá un flujo constante de proveedores, con la infraestructura correspondiente para garantizar que ocurra con eficacia; e incluirá la presencia de trabajadores, a razón de hasta seis por llave, lo que implica la construcción de ciudades dormitorio, o el incremento de infraestructura de vivienda en las comunidades cercanas.

Por cierto, los trabajadores y sus familias también demandarán más agua de la que hoy existe en el área, además de energía, alimentos, sistemas de disposición de residuos, transporte, comercios… en fin, una ciudad. Desde luego, ignoramos si esto se ha previsto cabalmente (es asunto de “seguridad nacional”).

En el caso de Bacalar, el deterioro reportado en el estero de Chac, atribuido al paso del Tren Maya, es en realidad un síntoma de un proceso de deterioro de todo el sistema lagunar que viene aconteciendo desde hace años, mucho antes de que siquiera se concibiera el proyecto. A él ha contribuido el crecimiento desordenado de las comunidades ribereñas, la construcción y ampliación de carreteras, como la que conduce de Chetumal a Cancún, que no ha contemplado medidas adecuadas para permitir un flujo saludable de agua por la región, y la deforestación por cambio de uso del suelo, destinando tierras forestales a monocultivos, para mencionar únicamente ellos factores más conspicuos. A ello se suma la reticencia de especuladores e inversionistas turisteros para emprender una labor consistente, de envergadura ecosistémica para proteger y conservar ese paisaje fabuloso.

El punto a que quiero llegar con todo esto es que, a la luz del hecho de que el Tren Maya ha llegado para quedarse – ya sea como caballo de hierro, o como elefante blanco – habrá que insistir en que será tarea del Estado mexicano evaluar los impactos que su construcción y operación entraña, asumir que las obras que lo acompañan también acarrean consecuencias negativas para el medio ambiente, y es responsabilidad ineludible del gobierno asegurar que se realicen las labores que se requieran para reparar los daños, mitigar los impactos y conservar el patrimonio natural afectado por su paso.

Edición: Estefanía Cardeña


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