Opinión
Pablo A. Cicero Alonzo
21/01/2025 | Mérida, Yucatán
Melania Trump, en la barricada de fieltro de su sombrero, escondió sus pensamientos; el ala ancha de su accesorio se convirtió en parapeto, armadura de alta costura para ocultar en ese zoo político la tristeza de la tierra. Un beso al aire, en la frontera de la nada, para que las capas de maquillaje —las suyas y las de su esposo, flamante emperador— no se deslavaran: la amenaza de un alud naranja.
Desde el everest de su mirada Barron Trump —2.6 metros— intentó resetear su código y participar en la oclosión de la oclocracia; movió los brazos, largos y con cartílagos en lugar de huesos, como esos artefactos inflables que bailan en comercios desesperados, espantando clientes. Hacía esfuerzos por participar en ese aquelarre, en el que él también fue promovido heredero.
Eric Trump hizo un mauricio sahuí y posó haciendo un extraño gesto con sus manos —que la fauna conspiranoica identificó como un símbolo masón, incluso iluminati—. Tiempos difíciles para los que no pueden tener quietas sus extremidades, o los que necesitan armar origamis imaginarios para conjurar la ansiedad.
El vice J.D. Vance se moderó con la elegía del delineador, y el contorno de sus ojos no parecieron los de Robert Smith. Mientras que su esposa, Usha Chilukuri, masticó estoicamente las arengas que invitaban a incendiar las fronteras; las meditaciones de Marco Aurelio se desvanecían en el rosa peonía de su vestido de Oscar de la Renta.
En uno de sus arrebatos inexplicables
Elon Musk hizo el saludo nazi —se golpeó el pecho y levantó el brazo derecho—; los resortes fatigados de su síndrome de Tourette reventaron en su caja torácica, brincando a sus feudos —la red social equis— como trending topic. Él, el prefecto del pretorio, se sabía inmune: tiene la coraza del poder y del dinero.
Otro de su tribu, Mark Zuckerberg, naufragó en un océano de lencería: el autómata desarrolló la lívido, sentenciaron quienes lo vieron desconfigurarse ante el portento que tenía a pocos centímetros. Jeff Bezos, tercero en discordia, no se dio por entendido: disfrutaba de otro tipo de éxtasis.
Como el resto del clan tecnológico, los dueños del garrote del algoritmo: Tim Cook, de Apple; Shou Chew, TikTok; Sundar Pichai, Google, y Neal Mohan, YouTube. La monarquía de los bytes, al completo, con las palmas de las manos enrojecidas y ardientes. La comitiva de reptilianos, en su nueva casa.
Hillary Clinton, quien en la anterior toma de posesión de Trump —2017— le lanzó dagas con la mirada a Bill, reincidente esclavo de sus instintos básicos, de nuevo robó cámara al descojonarse ante la ocurrencia de rebautizar el golfo. No pudo domar la carcajada en ese funeral demócrata. Para golfos, su marido.
Barack Obama y George W. Bush también protagonizaron una escena de ese esperpento. En una interacción mínima, un asistente le preguntó a Bush: “¿Te vas a portar bien?”, a lo que Obama respondió desde atrás: “No”. Por eso se quedó Michelle Obama en casa, desairando la invitación de cenar sapos con una sonrisa fingida.
Joe Biden, totalmente asediado por la bruma de los años y perseguido por los recuerdos, no sabía con certeza en dónde estaba, ni quiénes eran esos otros fenómenos del circo. Eso sí, sí se acordó que estaba molesto con Kamala Harris y la toreó durante toda la ceremonia: la memoria selectiva no es más que el triunfo del resentimiento.
En gayola, Javier Milei departía con seres imaginarios, unas especies de gremlins —de los escamosos y húmedos, no de los peludos— que se trajo de contrabando en sus maletas, escondidos en sus calzoncillos.
El presidente argentino se sentía el amo del mundo, tanto que mandó a enmarcar la invitación al evento —el invitado número 43,321—. La autoestima de un líder pende en los alfileres de los que cuelga ese pedazo de papel; lo hace sentir tan poderoso como cuando menea la motosierra.
Un teatro del absurdo, una corte de milagros. No hay otra forma de describir la historia y a los personajes de uno de los eventos políticos más trascendentales del año.
Edición: Fernando Sierra
