Opinión
Felipe Escalante Tió
23/01/2025 | Mérida, Yucatán
Aquel mes de septiembre de 1919 parecía ser un punto de inflexión para el teatro regional yucateco. El concurso organizado por la empresa del Teatro Olimpia había sido un éxito en cuanto a convocatoria de autores y el público asistió en buena cantidad a las funciones, asegurando que algunas de las obras permanecieran en cartelera, pero cuando concluyó el tiempo de presentaciones, los guionistas expusieron que habían sido defraudados. Lo curioso es que la garantía para pagar los premios y los derechos para cada participante existían; según cálculos, el notario Maximiano Canto debía tener alrededor de 900 pesos contantes y sonantes en depósito, y esta suma debía dividirse entre los ocho participantes.
Alejandro Cervera Andrade, en el ensayo El Teatro Regional en Yucatán (1947), refiere que el periodo comprendido entre 1919 y 1925 fue uno de altísima producción de guiones, y de 724 obras de las que halló testimonio, unas 500 corresponden a ese lapso. En cuanto al concurso, el autor refiere: “El premio consistió en una función a beneficio de los autores de las mejores obras, resolviendo el jurado a favor de Fatalidad en primera tanda, Fermín en segunda y La Culinaria en tercera, cuyos autores recibieron como premio el producto íntegro de la entrada”.
La historia, según nos sigue enseñando el periódico El Correo, no fue lo tranquila que aparenta. Después de una carta abierta de los autores defraudados, dirigida al poeta Jaime Tió Pérez, y la exposición de las bases y el dinero ingresado que hizo el escritor Max Alvarado, a la empresa no le quedó más que dar a conocer los resultados pero la reacción fue denunciar que había existido un enorme chanchullo, y según cabeceaba el periódico referido en su edición del 17 de septiembre de 1919, éste había sido el “más infame de los Sres. Componentes del Jurado Calificador”. En seguida, en un sumario, exponía la situación: “Para poder proteger a un INMERECEDOR se violan las bases dejando de clasificar los premios y se otorga un estímulo por partes iguales”.
La nota la proporcionaba, de nuevo, una carta dirigida a Manuel R. del Prado, director de El Correo. El autor de la misma, hacía referencia al laudo publicado en La Voz de la Revolución, ante el cual no podía permanecer callado “porque no se trata más que de un chanchullo del cual se hace necesario enterar al público, que es uno de los burlados en este caso”.
El firmante, Sotero López N., se quejaba de que el jurado nunca se reunió para consensuar su decisión, “y lo prueba el hecho de que el Sr. Gabino de J. Vázquez, componente del Jurado, andaba la otra mañana buscando muy desesperado a los otros dos componentes, Sres. Arturo Cosgaya y Antonino Pereira Vargas, para que suscribieran el acta”. Cosgaya había sido el autor de la música de muchas de esas obras y su repertorio fue mucho más amplio. Pereira Vargas, por su parte, había participado en el periodismo desde principios del siglo.
Pero la inconformidad de Sotero López le hizo consignar quiénes eran los demás integrantes: “Los componentes del Jurado, para que el público se entere, son los Sres. Horacio Villamil y Carlos P. Escoffié Z., el primero exjefe del Sr. Tamayo en La Voz de la Revolución y el segundo, compañero del mismo, en periodismo, o sea más bien los que pueden llamarse autores del Laudo; Gabino de J. Vázquez que fue el encargado de recoger urgentemente las firmas, y Arturo Cosgaya y Antonino Pereira Vargas, que puerilmente se atrevieron a suscribir lo que ni siquiera discutieron. ¡Oh! ¡El Chanchullo!”
La primera anomalía fue precisamente que el jurado no se había reunido, luego, que el laudo declaraba desiertos los tres premios. “¿Esto de qué y con qué facultades se resuelve así?”, cuestionaba Sotero, y de inmediato apuntaba hacia donde le había saltado la liebre y, amables lectores, se habrán fijado que en el párrafo precedente se menciona a un señor Tamayo, y el firmante indicaba: “De esto que diga el Sr. Alfredo Tamayo, que como Director Artístico en aquel entonces, se atrevió a aceptarlas [todas las obras] y hacerlas llevar a escena y sobre todo impuso la suya La Culinaria que de regional no tiene casi nada, porque el 99 por ciento de la obra está a mucha distancia de las costumbres del país y sobre todo es de un tipo sumamente inmoral”.
Ocurría que el jurado, “guiándose de la opinión del público”, optó por otorgar un estímulo, por partes iguales a las obras ya referidas: Fatalidad, Fermín y La Culinaria. El enojo hacia esta última fue por el favoritismo. Tamayo había usado su puesto en el teatro para mantener su obra en cartelera, mientras que el público había favorecido con su presencia la obra de Sotero López, El Frijol de la Vieja Xplut, que duró mucho más tiempo en el cartel.
La consigna, según se denuncia, fue que Tamayo debía salir premiado con el primer lugar, pero el empresario, viendo que otras obras habían resultado favorecidas, exigió un acta del jurado y “vino un silencio sepulcral”. El chanchullo estaba en que el jurado lo integraban compañeros de Tamayo en La Voz de la Revolución, de manera que todo quedaba dentro de la cofradía de la que Tamayo era el cadenero; y como no fue posible darle el máximo honor, llevándose el 50 por ciento de la taquilla prometida, por lo menos se le aseguró un tercio del dinero prometido. ¡Lo que es tener amigos en el jurado! Lo bueno es que esas cosas ya no pasan; ni que fuera concurso para un himno.
Ahora, de aquellos guiones, muy pocos sobrevivieron hasta nuestros días. Incluso desaparecieron durante las siguientes dos décadas. Tal vez tendríamos más elementos para un resurgimiento del teatro regional, pero eso resultaría materia de otras notas, y otros tiempos.
Edición: Estefanía Cardeña