Quizá debiera confesar cierta perversidad en mi afán por estar al tanto de lo que dice el Dr. Toledo desde su púlpito de la Semarnat, pero la verdad es que me resulta fascinante su capacidad para regañar, descalificar y denostar a quienes debiéramos ser considerados como sus más sólidos y constantes aliados. En esta conducta me he encontrado recientemente con una entrevista del secretario en un programa de Radio UNAM, que me obliga a visitar de nuevo una ya muy vieja lectura, y a reflexionar acerca de varios conceptos que este destacado ambientalista está dispuesto a arrojar al cementerio donde duermen ideas como el éter, el modelo geocéntrico de la astronomía, y la transmutación de los elementos.
La vieja lectura a que me refiero se refiere a la “teoría de Gaia” que propusieron Lovelock y Margulis en los años 60 del siglo pasado. Estos dos autores nos propusieron que la Tierra es algo así como un “meta-organismo”, un ser vivo que los seres humanos habitamos como una suerte de patógeno. Nuestras acciones lo enferman y debilitan, y comprometen su resiliencia, entendida como su capacidad por volver a un estado estable tras sufrir un impacto lesivo, por lo que el planeta se encargaría de aliviarse provocando procesos que reducirían el número de las poblaciones humanas, impedirían las acciones del desarrollo responsables del deterioro y, en un extremo apocalíptico, condenando a la humanidad a la extinción.
La propuesta fue criticada por muchos que la juzgaron mística y poco científica, ya que parecía atribuir al planeta una suerte de voluntad.
Ahora, de acuerdo a lo que dice Toledo durante su entrevista, la teoría de Gaia desplaza el aparato conceptual que los ecólogos convencionales siguen utilizando como fundamento de sus narrativas. Para el secretario de medio ambiente, conceptos tales como el de ecosistema se encuentran infectados de neoliberalismo y deben, por tanto, destinarse al desprecio y al olvido. Falta entender cómo, sin los conceptos usuales de la ecología, los profesionales de las ciencias ambientales, los conservacionistas y los responsables de la política ambiental podrán desarrollar diálogos productivos y emprender acciones concretas y eficaces, capaces de mejorar las deterioradas relaciones entre la sociedad y la naturaleza.
La idea de un planeta viviente, infestado por la presencia de un parásito ineficiente (nosotros) que moriría sin remedio, resultaba atractiva, incluso seductora. Era un llamado apasionado y urgente que nos invitaba a luchar por la conservación del ambiente, y por la modificación de las estrategias de desarrollo y hábitos de consumo de una especie (la nuestra) de una voracidad enorme. Pero no era una propuesta científica.
La teoría de Gaia era –y aún lo es hoy– una metáfora, y como tal puede resultar un instrumento didáctico, y consigna que convoca a una posición ética que norma la búsqueda de una mejor conducta en nuestra relación con el entorno. Pero no sirve como herramienta para reconstruir la realidad como saber transformador; es decir, no es ciencia. Pretender que una metáfora puede sustituir al complejo edificio conceptual y metodológico que se ha ido construyendo como la narrativa científica de la ecología, y descalificarlo con el epíteto ideológico –que no crítico– de neoliberal, es negarse a contribuir a un diálogo de saberes que nos pueda ayudar a comprender la realidad y nuestra relación con ella, y por tanto termina por negar nuestra capacidad de transformar el entorno para construirnos un mejor vivir.
Edición: Enrique Álvarez
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