Opinión
Pablo A. Cicero Alonzo
28/01/2025 | Mérida, Yucatán
Al primer naturalista que describió formalmente al lobo gris mexicano —Canis lupus baileyi— no hay que tomarlo muy en serio; dejó todos sus apuntes y hallazgos cuando se topó con lo que él pensó era el esqueleto de un dragón. Décadas después, esa bestia mítica fue bautizada como Coahuilasaurus lipani, un dinosaurio del grupo de los llamados popularmente picos de pato.
En los apuntes que se lograron salvar del cazador de mitos —varias libretas las utilizó para alimentar la hoguera de sus fantasías— se describía al lobo gris mexicano como un ”lobo pequeñito, de pelaje corto; asustadizo e inquieto, que cuando no encuentra presas come incluso tunas”. Tiene el tamaño de un pastor alemán.
Lo vio en ese limbo que se encuentra en el norte de México y el sur de Estados Unidos; una frontera líquida, que entonces aún se limitaba con cordeles y piedras talladas. El territorio de ese lobo tenía los linderos de su hambre, los confines de su sobrevivencia. Con la abstracción de las naciones llegó su extinción.
El celo de la propiedad privada de los rancheros estadunidenses exterminó a esta subespecie: en 1950 sólo quedaban cinco ejemplares; tres de ellos fueron confinados a zoológicos. Como ha sucedido en otros hábitats, la desaparición del predador causó más perjuicios que beneficios, y fue entonces cuando se planteó un programa.
A finales del siglo pasado, los frutos de las semillas de los tres sobrevivientes fueron devueltos en el sur de Estados Unidos; a inicios de este siglo, se hizo lo mismo en el norte de México. Ahí están brotando hijos pródigos, poniendo orden al caos de la desaparición: por breves años se pensó que se había soldado el eslabón roto de la cadena.
Cada uno de los ejemplares —200 en Estados Unidos, 40 en México— está identificado y es monitoreado, a fin de evaluar la eficacia del programa de reintroducción; uno de esos lobos fue bautizado como “Mr. Goodbar”. Nació en un zoológico de Kansas, y fue liberado a la tierra de sus predecesores en 2020. Rápidamente se unió a una manada, que lo acogió sin regateos.
Pero “Mr. Goodbar” pensaba a lo grande; en 2022 se separó de su pandilla para encontrar una loba y formar con ella otra manada, la de ellos. Zigzagueó por la línea temblorosa de los topógrafos con eso en mente, hasta que el muro levantado por el odio lo detuvo. Durante cinco jornadas —del 23 y el 27 de noviembre de 2020— bordeó 37 kilómetros de óxido sin poder encontrar una entrada.
El rastro que seguía de la loba se quedó atrapado en los alambres, y “Mr. Goodbar” desistió, abrazando la soledad. Tuvo que recorrer territorios que ni siquiera atesoraba en los recuerdos ancestrales de los lobos muertos hace décadas. En ese entonces, la odisea del lobo sirvió para alimentar los argumentos contra la política migratoria Donald Trump.
La errancia del animal lo llevó al noreste, donde semanas después encontró un paso. Lo encontraron a inicios de 2021, en la triste aridez de Nuevo México: tenía un disparo en una pata. Un rastro de sangre que luego se convirtió en sendero y en guía de hombres y mujeres que cazan, en las noches, un sueño. Trasladaron a “Mr. Goodbar” al zoológico de Albuquerque, donde el equipo veterinario tuvo que amputarle la pata.
Pero no le pudieron mutilar el objetivo que lo llevó a diseccionar la frontera: el equipo que lo salvó lo vio apto para sobrevivir, aun en esa zona de nadie, y a mediados de 2021 fue liberado de nuevo. “Mr. Goodbar” encontró a una loba, y con ella formó una manada. Ya es un alfa mayor —los lobos grises mexicanos viven de seis a ocho años—, que cojeando muestra la inutilidad de las fronteras frente a la combustión de la voluntad.
En las noches de luna llena en el desierto, cuando hombres y mujeres desafían decretos que se firman con furia, un lobo, tal vez el cojo “Mr. Goodbar”, aúlla, y, a quienes conocen su historia, su aullido no les da terror: les da esperanza. No hay muro ni miedo que les pueda arrebatar esa tierra, ese sueño. No hay fronteras ni mandatos; ese destino les pertenece desde hace generaciones.
Edición: Fernando Sierra