Opinión
La Jornada Maya
10/02/2025 | Mérida, Yucatán
Oana Del Castillo
En junio de 1967, bajo la dirección del arqueólogo Víctor Segovia, se efectuó la excavación de un contexto subterráneo, mitad chultún, mitad cueva, en las inmediaciones del Cenote Sagrado de Chichén Itzá. En el interior de estas cavidades se encontraron los restos esqueléticos de más de 100 niños y jóvenes, y por lo menos un adulto junto con escasos materiales culturales, como fragmentos de cerámica. El conjunto de huesos fue clasificado como un osario debido a la ausencia de relaciones anatómicas entre ellos, ya que estaban mezclados. La única excepción fue el esqueleto adulto, dispuesto en la superficie del contexto como un enterramiento primario, es decir, conservando su orden anatómico.
Tras su recuperación, los materiales esqueléticos fueron resguardados en las bodegas del entonces Centro Regional del Sureste del INAH, y no fueron estudiados sino hasta 1981, cuando la antropóloga física Lourdes Márquez Morfín y el arqueólogo Peter Schmidt los encontraron y analizaron. En aquel momento, dichos investigadores establecieron el número y algunas características de los individuos que formaban la serie esquelética, así como una fecha de radiocarbono tentativa que databa el contexto hacia el año 900 d.n.e. Sin embargo, muchas preguntas quedaron sin contestar por las limitaciones de la tecnología de aquella época.
En 2019 retomé el análisis de este conjunto óseo como parte de mi trabajo en el Centro INAH Yucatán, en colaboración con Rodrigo Barquera, Johannes Krause y un equipo de investigadores del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva en Alemania. En este nuevo estudio, se realizaron análisis de ADN, datación (por carbono 14) e isótopos a 60 individuos, tomando para ello un minúsculo fragmento de cráneo, del hueso temporal izquierdo. Los análisis revelaron un hallazgo sorprendente: la mayoría de los individuos tenían entre 3 y 6 años, eran varones y compartían lazos familiares. Entre ellos, se identificaron dos pares de gemelos idénticos, varios hermanos e incluso primos.
El dato de carbono 14 ha permitido saber que los esqueletos presentan una antigüedad desde el año 700 hasta el 1100 d.n.e., lo que revela la utilización durante 400 años de esta pequeña cueva para depositar restos de decenas de niños y jóvenes que provenían de familias emparentadas, después de haber sido ofrendados en algún posible ritual. Estos valiosos resultados proporcionan nuevos elementos para conocer las prácticas sacrificatorias que se realizaban en Chichén Itzá durante el período Clásico Tardío y Terminal, y el Postclásico Temprano, momento de mayor auge de la ciudad.
Este caso subraya la vital importancia de conservar los restos óseos humanos procedentes de contextos arqueológicos. Sin la recuperación, resguardo y cuidado de este osario, habría sido imposible acceder a información tan valiosa para la comprensión de la historia y la Arqueología de la Península de Yucatán, dejando un vacío irrecuperable en nuestro conocimiento del pasado. Si te interesa conocer más a fondo el análisis y resultados, el artículo científico en español puedes consultarlo en:
https://www.nature.com/articles/s41586-024-07509-7#Sec28 Supplementary Note 1.
Oana Del Castillo es antropóloga física del Centro INAH-Yucatán.
Coordinadora editorial de la columna:
María del Carmen Castillo Cisneros, antropóloga social del Centro INAH Yucatán
Edición: Fernando Sierra