Opinión
Rafael Robles de Benito
11/02/2025 | Mérida, Yucatán
El asunto del maíz genéticamente modificado parece convertirse en uno de esos temas que no se agotan nunca. El pasado 5 de febrero (para más inri, el día en que se conmemora la promulgación de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos), la Secretaría de Economía publicó un acuerdo en el Diario Oficial de la Federación, mediante el cual quedan sin efecto las disposiciones establecidas en el decreto publicado en el mismo medio el 13 de febrero del 2023, que entre otras cosas incluían la importación, producción, distribución y uso de glifosato, y la prohibición del cultivo y distribución para consumo humano del maíz genéticamente modificado. Esta suerte de marcha atrás seda por lo visto como respuesta al informe emitido por el panel de resolución de controversias del TMEC, del pasado 20 de diciembre.
No sé si tenga mucho sentido ahondar en el análisis de si se pudo o no ganar aquella controversia, y si estuvo o no bien planteado el caso por parte del estado mexicano. Es cierto que a mi parecer se enfatizó demasiado el impacto de los daños a la salud humana generados por el consumo de maíz transgénico. Quizá debió aclararse con más precisión que lo que se consideraba lesivo a la salud era el uso inadecuado o excesivo del glifosato, cosa que todo parece indicar que se encuentra satisfactoriamente probada. Pero el consumo de granos genéticamente modificados no necesariamente significa un daño a la salud humana; de hecho, no queda del todo claro por qué, si se les considerada lesivos para nuestra especie, no se les juzga de la misma manera cuando se utilizan para alimentar el ganado que después llega a nuestra mesa, en calidad de chuletas, pechugas y filetes.
Ahora queda por emitirse la prohibición de la formulación, comercialización y uso del glifosato como agroquímico en nuestro país, y la de la liberación del maíz transgénico para su producción en tierras mexicanas. Estas son dos medidas que hacen sentido, si se llevan a cabo en congruencia con otras que no solamente las pueden potenciar, sino que las convierten en pilares de una estrategia nacional de conservación de la agrobiodiversidad, en concordancia con una apuesta por la seguridad alimentaria.
Uso el término de seguridad alimentaria con toda deliberación: creo que pretender algo parecido a la autonomía, autosuficiencia o independencia alimentaria en un mundo globalizado y sobrepoblado es punto menos que absurdo. En nuestro territorio se continuarán produciendo alimentos para la exportación, como continuaremos importando otros que no se producen con suficiencia en tierras mexicanas. A lo que sí puede aspirar el estado mexicano es a garantizar las condiciones que permitan a los productores agropecuarios y pesqueros del país producir suficiente para que todo hogar mexicano disponga en su mesa cotidiana de los alimentos suficientes, diversos y de calidad adecuados para construir una vida por encima de la mera supervivencia.
A esta aspiración corresponde la construcción de una política agraria que no dependa tan estrechamente de criterios de mercado; es decir, que deje de privilegiar la producción de commodities; materiales tangibles que se puedan comerciar, comprar o vender sin un valor añadido. A lo largo del periodo de fiebre neoliberal se fue extendiendo la noción de que había que producir cada vez más monocultivos a gran escala, y que estos debían ser precisamente de las especies que demanda el mercado occidental: aguacate, agave azul, “berries” (que dejaron de llamarse arándanos, frambuesas, zarzamoras y fresas, para agruparse en el genérico que imponen sus sitios de destino comercial), y tomates, para mencionar solamente algunos de los cultivos más destacados. A medida que esta tendencia se ha ido fortaleciendo, se ha ido dejando de lado cada vez más rápidamente el aprecio a las formas tradicionales de cultivo, típicamente más diversas y complejas estructuralmente, y a la composición de especies y cultivares que tendría que ser la base de la seguridad alimentaria mexicana. De manera consecuente, esto ha ido acompañado por una dependencia creciente a la tecnología y al uso más o menso indiscriminado de agroquímicos, con costos onerosos no solamente para la economía del campo, sino para la calidad del ambiente, especialmente en lo que atañe a suelos y agua.
Aunque la idea – o consigna – de que “sin maíz no hay país”, que suele estar en el centro de las luchas en favor de las prácticas agrícolas tradicionales, se queda corta al no incluir los chiles, las calabazas, los frijoles y otras especies de importancia semejante, sí pone la atención en el lugar correcto: debiéramos estar más consistentemente ocupados en fortalecer las prácticas que pueden contribuir a una producción de alimentos más justa, con mayor capacidad de distribución del bienestar, más apropiada culturalmente, y más adecuada ambientalmente. Una política agropecuaria que respalde con mayor decisión lo que hasta ahora han sido esfuerzos dispersos y tímidos para apoyar la persistencia y modernización de las formas tradicionales de cultivo, como las milpas y huertos familiares. En lugar de perderse en rincones remotos de la burocracia nacional, en calidad de “proyectos piloto”, como alguna vez fuera el de promoción del cultivo y conservación de los maíces criollos, deberían ser la columna vertebral de la política agropecuaria nacional.
Edición: Fernando Sierra