Opinión
Rafael Robles de Benito
28/01/2025 | Mérida, Yucatán
Para la libertad, sangro, lucho, pervivo
Para la libertad, mis ojos y mis manos
como un árbol carnal, generoso y cautivo
doy a los cirujanos
- Miguel Hernández
Todos abusamos de las palabras. Las utilizamos para intentar expresar nuestras ideas, o nombrar nuestros sentimientos, sin tener mucha consideración acerca de sus significados convencionales. Aunque es cierto que éstos varían con el tiempo y las circunstancias –evolucionan– no dejan de ser instrumentos que nos deberían permitir entendernos unos a otros. Pero tendemos a abandonar esta idea de que las palabras son instrumentos que nos hacen más humanos, que nos permiten construir la comunidad que nos identifica, nos pueden hacer solidarios y empáticos y nos permiten construir algo parecido al saber. En una resbalosa pendiente que algunos llaman “la erosión del lenguaje”, vamos empleando cada vez menos palabras, dotando de poder a las más vacuas y bobas, y restando fuerza a las que deberían continuar siendo una especie de fórmulas de encantamiento, arengas a la unidad, o contraseñas de identidad.
Además de que cada vez contamos con menos palabras para nombrar lo que es real, o lo que imaginamos, percibimos o inventamos, pretendemos usar las que nos resultan más potentes para nombrar cosas distintas de las que alguna vez designaron. Esto es especialmente cierto cuando forman parte de los discursos de quienes detentan poder y aspiran a conservarlo. Esto, que vio con claridad George Orwell cuando en su perturbadora novela – que hoy llamaríamos distópica – 1984 llamó “neolengua” a la narrativa oficial del régimen, se ha convertido en la forma usual de comunicación social de muchos gobiernos: los trenes no se descarrilan, solamente se pierde momentáneamente la relación entre las ruedas y los rieles; las personas migrantes son criminales, asesinos y violadores; o el exterminio de un pueblo es solamente una guerra justa de autodefensa.
Ya no se trata del simpático juego surrealista del cuadro de Magritte (“esto no es una pipa”). Se trata de una cancelación cruenta y dañina de todo lo que pretenda ser veraz, o siquiera verosímil. Pero si esto es cierto para el lenguaje en general, lo es sobre todo para algunas palabras. Así, nuestros nombres, o incluso los motes que nos asignamos por afecto o por escarnio, se han reducido a un “güey” universal que nos endilga a todos el carácter de reses, parte de una manada uniforme y dócil de bovinos sin persona. También “amamos” esos zapatos, esa cancioncilla, o esa golosina, de modo que nuestro amor se convierte en algo fugaz, intercambiable, difuso, la mera percepción de un goce momentáneo. Se hace cada vez más fácil abandonar una relación, olvidar a un amigo, lastimar a un hermano. No importa. Mañana podremos comprar un nuevo par de zapatos, y amarlos.
Libertad es la palabra de la que más se ha abusado, quizá porque es la condición más universalmente anhelada, y quizá porque significa algo diferente para cada uno de nosotros. Cuando escucho al señor Milei decir con aplomo que habla en nombre de la libertad no me queda más remedio que debatirme entre la perplejidad – no entiendo de qué está hablando – y la resistencia enfurecida: no sé quién es este individuo que pretende que la libertad es una cosa del mercado, que su idea de libertad es la absoluta, y le otorga la autoridad para invalidar, escarnecer y violentar las libertades de todos los demás. Su reciente discurso en Davos, que termina diciendo que “No sólo no les tenemos miedo. Sino que los vamos a ir a buscar hasta el último rincón del planeta en defensa de la LIBERTAD” y remata con un grosero (y esto lo parafraseo para no seguir reproduciendo ordinarieces por este medio) “izquierdosos descendientes de prostitutas tiemblen, la libertad avanza. Viva la libertad, carajo” no puede menos que convencerme de que esa no es la libertad, sino una idea mancillada, sometida a una violencia ensoberbecida y delirante.
Si hemos pensado que las democracias electorales podrían acercarnos por vías pacíficas a la construcción de una sociedad de libertades, debemos encontrarnos cada vez más preocupados: Trump ganó las elecciones negando la libertad de los diversos. Milei, un émulo grotesco de ese personaje, promueve, tras su triunfo en las urnas, una supuesta libertad que impondrá al prójimo con un estilo discursivo digno del cine gore, como la masacre de Texas, la película de Hooper de 1974. Cuando la libertad es algo que uno puede negar al otro con violencia, deja de serlo. Cuando dejamos de entender que mi libertad termina donde comienza la tuya, deja de serlo.
Pisoteada, llena de inmundicia, ridiculizada y retorcida, libertad sigue siendo una palabra poderosa, la invocación que nos hace aspirar a ser humanos. Y no se tratará nunca de que se nos otorgue. La tendremos que ganar a pulso, y ejercerla a pesar de toda resistencia. La libertad, o quizá debería decir las libertades, no tendrán nunca una definición unívoca e invariable, ni podrán imponerse o negarse a nadie; y tendríamos que defender las propias tanto como las ajenas, que serán de todos, o no serán de nadie.
Edición: Fernando Sierra