Opinión
Pablo A. Cicero Alonzo
25/02/2025 | Mérida, Yucatán
La purga comenzó hace meses. Primero, el presidente, a través de su testaferro, ofreció a empleados un plan de bajas incentivadas no autorizado al que se acogieron unos 75 mil trabajadores. Después puso en marcha despidos a gran escala en diferentes departamentos y agencias. La tercera ola llegó a la bandeja de entrada, con el subject: “¿Qué hiciste la semana pasada?”.
Hace unos días, miles de burócratas estadunidenses recibieron un correo electrónico del Departamento de Eficacia Gubernamental, en el que se les ordenó enumerar cinco logros alcanzados la última semana; a través del campo minado equis, se advirtió que quien no respondiera estaba despedido.
El día límite para contestar fue el lunes, un minuto antes de la medianoche. El ultimátum —según la descripción de uno de los miles de destinatarios— no identificaba al emisor ni su habilitación para solicitar esa información. Como remitente aparecía simplemente HR, en aparente referencia a las siglas de recursos humanos.
Con el sadismo de uno de mis gatos —el güero—, el autor del envío masivo se reveló y tecleó con sus manos de tijeras: “La razón por la que esto es importante es que un número significativo de personas que se supone que trabajan para el Gobierno están haciendo tan poco trabajo que no revisan su correo electrónico en absoluto”.
“La ironía es la forma más elevada de la inteligencia”, sostuvo Óscar Wilde, y así fue en este caso. Aún con la motosierra pendiendo en un hilo sobre sus cabezas, muchos trabajadores recurrieron al sentido del humor para conjurar al asedio del regente en la sombra. “¿Qué hiciste la semana pasada?” Cuidé a mi padre, a quien el Alzhaimer le ha arrancado todo, menos mi gratitud.
Llevé a mis hijos a la escuela, y el más pequeño nos dijo que lo estaban molestando. Eso fue el lunes. Platicamos con él, durante los trayectos, dándole consejos. El viernes, al terminar las clases, nos comentó que las cosas ya se estaban calmando, que lo estaba solucionando. Y nos dio las gracias por apoyarlo.
Leí un libro; era la historia de un respetado empleado de banco, quien es arrestado una mañana sin previo aviso. No se le informa la razón de su detención, ni se le impide seguir con su vida cotidiana, pero se le deja claro que enfrenta un proceso judicial de extrema gravedad. A partir de ese momento, se ve atrapado en un laberinto absurdo. ”¡Como a un perro!”, dijo él: era como si la vergüenza debiera sobrevivirle”.
Cociné un guiso que mi madre solía preparar; nunca me lo enseñó a hacer, pero una noche, como si se hubiera abierto un cajón, recordé cada ingrediente, cada paso. En ese duermevela me asaltaron los olores de la cebolla morada recién cortada, la textura de la carne, el amarillo nuclear de la mostaza… Cuando terminé de cocinar, probé un bocado de mi infancia.
Aprendí a andar en bicicleta. Escalé el Everest. Me perdí en sus ojos. Tomé, en la tarde, un bloody mary. Escribí un haiku. Fui al museo y pasé toda la tarde contemplando a lady Agnew, quien sostuvo mi mirada sin parpadear. Vi The Brutalist. Comí con mis mejores tres amigos; nos pusimos al día y recordé por qué los quiero tanto. Hice todo lo que estaba en mis manos; tal vez más…
Los que optaron por esta estrategia, según reportan, desde entonces duermen a pierna suelta; si el bombardeo de correos tenía como objetivo infundir miedo y sembrar intranquilidad, no sirvió: la pólvora de la metralla se humedeció con el rocío. En esas oscuras cloacas en las que sólo brota maldad, ya cocinan una nueva estrategia; no se puede esperar otra cosa.
Pero mientras ellos maquinan, aceitados por sus rencores, otros —la mayoría— perseguirán en los cielos bandadas de loros. Bañarán a sus perros. Leerán otro libro, tal vez este un poco más alegre. Conseguirán la cinta naranja en kenpō. Harán las paces con su hermana. Harán todo lo que puedan hacer, y, de nuevo, un poco más, y se tomarán, tal vez un poquito más temprano, a eso del mediodía, otro bloody mary.
Edición: Fernando Sierra