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La fe y la versión oficial

En una democracia, lidiamos con versiones, más que con verdades
Foto: Presidencia

Hace unos días, durante una “mañanera”, una reportera lanzaba una andanada de preguntas al fiscal general de la República, Alejandro Gertz Manero, acerca del archicomentado caso del General Salvador Cienfuegos, tratando de esclarecer el proceso que llevó a considerarlo inocente de toda acusación e invitarlo a participar en la ceremonia en la que las fuerzas armadas refrendan su lealtad al poder ejecutivo. Incomodada por la insistencia de la reportera, y convencida de que no iba a lograr obtener del fiscal una respuesta distinta de las que ya había ofrecido, la Doctora Sheinbaum emitió, un tanto molesta, una aseveración que resulta muy ilustrativa de la forma en que el poder informa al pueblo: “No es la versión oficial, es la verdad”.

¿Debemos pensar entonces que las versiones oficiales no son verdaderas? Quizá es que hay verdades que contradicen lo que se informa oficialmente, o que la verdad es lo que se filtra sin autorización y llega a los medios de información como un “trascendido”. Si no podemos contar con la certeza de que la información oficial responde a criterios de veracidad lo suficientemente robustos como para confiar en que lo que se nos dice desde las agencias del estado nos aporta en efecto elementos para comprender las circunstancias por las que atraviesa el país, resulta difícil evaluar si las acciones que se emprenden desde el gobierno para atender la problemática que nos aqueja resultan apropiadas o eficaces.

En el ánimo de alcanzar, si no la Verdad, así con mayúscula, por lo menos una verosimilitud que nos permita discutir con lucidez y con la esperanza de llegar a algo semejante a consensos, usamos convencionalmente versiones y cifras oficiales. Tendrían que ser consideradas la materia que genera una base uniforme para la construcción de argumentos. Después, se pueden leer de diferentes maneras, con posturas ideológicas distintas, o con elementos adicionales de información proveniente de otras fuentes. Pero por lo menos constituyen un cimiento común, un punto de partida con el que podemos comunicarnos en un lenguaje compartido, un fundamento de racionalidad.

Si partimos de las versiones oficiales, podremos entendernos, incluso si nos aventuramos en el pantanoso terreno de los “otros datos”. Se vale aportar información distinta de la oficial, y confrontar sus fuentes. Se vale cuestionar la mayor o menor verosimilitud de unas y otras, su autoridad técnica o moral. No solamente es válido, sino sensato y necesario, hacer rebotar las versiones oficiales, y las que se generan en espacios distintos de los gubernamentales, contra la realidad sensible, y determinar cuáles dan mejor cuenta de ella para poder actuar en consecuencia con alguna esperanza de que nuestras acciones generen cambios eficaces.

Pero una vez que partimos de la premisa de que algo no es la versión oficial, sino la verdad, nos obligamos a un salto de fe, y estos saltos se dan al vacío, y con los ojos cerrados. Como decía el vetusto evangelio del Padre Ripalda, “Fe es creer en lo que no vemos”. Lo que ha dicho la presidenta que es verdad, lo es porque lo ha dicho la presidenta. Y punto. No debemos abrigar duda alguna. No tenemos por qué preguntarnos nada. Tenemos que creer. No importa que esto nos resulte un poco extraño cuando proviene de alguien con una sólida formación científica.

Al parecer, lo que sucede es que el término “versión” puede resultar inquietante, por razón de su automática condición de multiplicidad: si hay una versión oficial de alguna cosa, eso quiere decir que puede haber muchas otras versiones de la misma cosa. Y esto es así, en efecto. Pero confrontar las distintas versiones, unas con otras y con su congruencia con la realidad concreta, es precisamente lo que nos permite generar conocimiento. Seguro que la Doctora Sheinbaum, que ha ido construyendo sus conocimientos a base de ir descartando hipótesis (versiones) para erigir certezas, sabe que éstas son efímeras, y duran solamente lo que se tarda en formular la siguiente hipótesis más robusta.

Una versión oficial es la narrativa formal de una institución. Determina su toma de posición, marca el rumbo de sus decisiones, conduce la formulación de sus políticas. En ese sentido es – sí – verdadera. Cosa que no le quita ser objeto de crítica, cuestionamiento o modificación. Cuando se piensa que una verdad es indiscutible, se está cerrando toda posibilidad de ahondar en el conocimiento. Dicho de otra manera, hay pocas verdades que se puedan considerar axiomáticas; esto es, proposiciones tan claras y evidentes que se admiten sin demostración. En una democracia, lidiamos con versiones, más que con verdades. La confrontación de nuestras versiones es lo que nos brinda la posibilidad de formular narrativas comunes, acercarnos a consensos, conciliar posiciones, intereses y aspiraciones. Buscar fórmulas que permitan convivir en igualdad a los diferentes. La verdad, concebida como un absoluto que alguien posee, forja más cadenas que libertades.

Lea, del mismo autor: Sargapaneles, o la adaptación

Edición: Fernando Sierra


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