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Foto: Juan Manuel Valdivia

Cosa difícil es establecer la función del arte: si debe marcar los ideales de belleza o provocar la reflexión sobre las realidades más crudas; si debe estar regulada por las autoridades en cuanto a qué debe producirse, o debe estar libre de toda censura; si lo que debe privar es la forma en que se escribe, pinta o esculpe, o si lo principal debe ser el mensaje de los artistas.

Así, la subjetividad termina por imponerse, aunque pueda existir un relativo consenso hacia lo que es o no “de buen gusto”, que finalmente termina siendo un dictado de las élites. Ahora, la agenda política nacional se ocupa de cierta clase de música de la cual se indica que hace apología de la violencia, aunque en realidad no es más que una de las muchas expresiones culturales a través de las cuales se ensalza al crimen organizado y que han obtenido una fuerte presencia en los medios de difusión, ya sea tradicionales como la TV, o a través de diferentes plataformas.

La música que refleja el ambiente de los grupos delincuenciales, especialmente del narcotráfico, lleva ya varias décadas presente en México. Podría decirse que data de cuando Los Tigres del Norte grabaron Contrabando y traición (1974), pieza en la que sus protagonistas, Emilio Varela y Camelia La Texana introducen un cargamento de mariguana a los Estados Unidos. La historia de la canción fue traducida al lenguaje cinematográfico poco después, dando pie igualmente a narraciones tanto para la pantalla chica como la grande. El tema, sin lugar a dudas, es internacional, y puede ser que sus mayores producciones sean la serie La reina del sur y la telenovela Sin tetas no hay paraíso.

Pero en la última década han surgido infinidad de intérpretes musicales, particularmente en el género comercialmente denominado “regional mexicano”, que han llamado la atención no sólo por la manera en que abordan temas como el ejercicio de la sexualidad, el consumo de estupefacientes o las experiencias de quienes forman parte de algún cártel del crimen organizado, sino porque también han sido señalados de estar financiados por organizaciones delictivas y, más recientemente, por rendir homenaje a personajes destacados de la delincuencia, como ha sido el caso de “Los alegres del barranco”.

La discusión se ha centrado, erróneamente, en el señalamiento de que eso es lo que “la gente pide”, pero también es lo que el mercado musical ofrece, y actualmente las compañías discográficas no son las reguladoras, junto con las estaciones de radio. Por el contrario, la circulación se da a través de plataformas virtuales, de streaming, regidas por un algoritmo, mediante el cual al consumidor, si acaba de escuchar una canción o visto el video de alguno de los artistas en cuestión, se le sugiere algo similar, facilitándole armar listas de reproducción o descargar contenido ya preseleccionado de acuerdo a “su gusto”, que no es más que el de una inteligencia artificial.

Pero detrás de esta industria hay grandes intereses: esta cultura se difunde, como ya se mencionó, a través de plataformas cuyos dueños se encuentran entre las personas más ricas del mundo. Que un país busque alternativas a la promoción de contenidos que enaltecen al crimen organizado o hagan apología de la violencia causada por éste, puede parecer hasta el tormento de Sísifo, pero es necesario hacer algo que vaya a fondo. Así, promover concursos en el cual se fomente la creación de música con un contenido distinto, que busque la pacificación de México, resulta torpe, si se trata de una acción aislada y no un componente de una estrategia integral de combate a los cárteles.

Las reacciones no se han hecho esperar. Varios gobiernos municipales y estatales han optado por prohibir los “corridos tumbados” y expresiones similares en conciertos. La tensión con quienes pugnan por la libertad de consumir esta música es evidente y ha encontrado un punto de inflexión en la Feria del Caballo de Texcoco, Estado de México, donde el público que pagó un boleto para presenciar la actuación del cantante Luis R. Conríquez, destrozó el palenque, ante la negativa del artista a cantar narcocorridos.

La prohibición, por lo visto, no funcionará en el corto plazo, si los artistas que ya han construido una carrera a partir de contenidos sexistas o apologistas de la violencia y el consumo de drogas. La reacción del público en Texcoco, que se vio privado de lo que esperaba escuchar, obliga a plantear en el debate si el consumo de esta música y sus derivados debe tratarse entonces como un asunto de salud pública y no solamente de educación artística.
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Edición: Estefanía Cardeña


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