Opinión
Pablo A. Cicero Alonzo
29/04/2025 | Mérida, Yucatán
Ellos cuentan las historias con una cadencia única; las olas les dan la pauta. La narración puede comenzar como un susurro, en suave va y ven que envuelve y transporta; un arrullo, una lentísima letanía. La primera frase, también, puede ser un trueno, capaz de hacer resucitar a los muertos. Un latigazo de verdades, una declaración de principios: un nacimiento. Un húmedo fiat lux.
Esos hombres conocen las propiedades del viento: lo han domesticado, lo utilizan para regresar a sus casas y para hacer navegar sus palabras; versos que se escriben en el papel pautado de la brisa, contratos que se firman en la furia del vendaval. Saben que el mejor momento para pedir perdón es durante la calma que precede al huracán, y que las marejadas justifican los arrebatos de amor.
Hay frases susurradas que retornan años después, incluso cuando quien las pronunció ya guarda silencio. Frases vivas de hombres y mujeres muertos; el legado del sonido —declaraciones de amor, promesas de regreso, un reto a muerte. Palabras que recorren los océanos encapsulados en botellas de vidrio, que acarician otros oídos; que desconciertan y consuelan, según la dirección del viento.
Las historias que se han anudando durante generaciones son las anclas de su vida, la razón por las que no se pierden en la deriva. Saben, que al final del día, les espera un puerto, un abrigo firme de nombres, fechas, acontecimientos. Las historias son ese hilo invisible que los une con su pueblo, la luz del faro que buscan con desesperación.
Sus anécdotas están cubiertas de salitre, tienen la porosidad de las costas; la elástica resistencia de las palmeras. Están forjadas a la intemperie, en la fragua de las mareas. No conciben lógica: sólo obedecen las leyes del vuelo de las aves y de los secretos de sus tripas. La superstición es una forma de cartografía: no dan un paso sin antes consultar al azar.
Guardan sus recuerdos como los niños atesoran conchas y caracoles y otros obsequios del mar; los escoran en cajones, junto con dientes de leche, listones, bovinas de máquinas de costura y resortes de relojes jubilados de sus tareas. Esos vestigios del ayer les recuerdan quiénes son y quiénes serán; son un resumen de su vida. Arqueólogos de su propia memoria.
Los hombres de tierra, en cambio, son secos como el polvo: tacaños con las palabras, como si éstas fueran un recurso limitado y tuvieran miedo de despilfarrarlas; nacen con un cofre de frases, sólo uno, y tienen que administrarlo con celo. Por eso se comunican con silencios. Se rigen por silogismos, incapaces de aventurarse por la fantasía. Enjaulados por violentos cerros y montañas, no conocen el infinito.
Ellos, en cambio, sí. El horizonte es una invitación, un desafío. Sospechan que, al final, hay dragones, pero no les tienen miedo. Al contrario: durante generaciones se han empeñado en enfrentarlos. Esa curiosidad felina es, en realidad, el motor de sus barcos y sus descubrimientos; es el viento que hincha sus velas, los músculos de los galeotes. Hombres inconformes, mujeres que no se dan por vencidas. Todos, contra viento y marea.
Carecen de la gravedad de las rocas, y desafían el concepto del tiempo: mientras un jornalero sabe, con toda certeza, que al atardecer llegará a casa, ni el marinero ni su mujer saben cuándo se volverán a ver; cada partida es una moneda al aire. La vida se limita a faenas, a la fatalidad de que tal vez alguien te esperará en vano. Y, aún así, es más común ver sonreír a un pescador que a un minero. Y vaya sonrisas que ha visto el mar.
La herencia de los hombres del mar son sus palabras, mientras que la de los hombres de la tierra, su trabajo. A los primeros se les recuerda por la estridencia de su vida, que se desboca en los muelles, en los desembarcos; la alegría de su presencia. A los segundos, por su muda constancia, por su entrega; la tristeza de su ausencia. Y eso igual determina el destino de sus cenizas: unas se lanzan al mar y otras se entierran, bajo tierra.
Los que nacen en los márgenes de la tierra —litoral o rivera— transitan, sinuosos, por la vida; aunque se sienten más seguros viendo de reojo la delgada línea de la costa, no le temen adentrarse a la promesa del horizonte. Como las aves migratorias, pueden sentir el Norte: son hombres-brújula, inmunes al extravío. Si les preguntas dónde es el camino de regreso, sin dudar señalan, con sus brazos tatuados, la dirección.
Los que aterrizaron, los que nacieron tierra adentro, siempre están perdidos; no saben leer las instrucciones escritas en las estrellas. Se pierden de la mayoría de los amaneceres por ver al otro lado. Esa incapacidad de orientación los convierte en seres huraños, aferrados a su parcela. Desconfían de sus vecinos, trazan fronteras con cordeles; alzan murallas y las recubren con alambres.
El mar no tiene divisiones, sólo tonalidades: azul profundo, turquesa brillante, verde esmeralda, gris tormentoso, plateado en las noches, dorado al atardecer… Cambios sutiles que, más que impedir, invitan. El mar es un excelente anfitrión; en él, te sientes en casa.
Edición: Fernando Sierra