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Foto: Reuters

Uno de los grandes pendientes para los investigadores es una gran historia de los gustos, no solamente de lo que se considera bello o feo, sino también de lo que en determinadas épocas se cree es sano, lo más consumido y lo que es tenido como bueno para comer. Por supuesto, habría que añadir un tema: la apropiación de ciertos productos en la cocina de una región determinada, tal vez de esta manera podríamos respondernos al desde cuándo existe algún platillo.

Lo difícil será llegar a la explicación de por qué se consolidó una marca en específico. Tengamos en cuenta que algunas palabras que hemos hecho de uso cotidiano, como “flit”, “fab” o “curita”, fueron originalmente el nombre de un producto, que para estos ejemplos son de insecticida, detergente en polvo y tiras adhesivas para proteger heridas, respectivamente.

Otra parte de la ecuación es cómo llegaban esos productos a la península de Yucatán, que es el ejemplo que tenemos a la mano a partir del acervo periodístico disponible. En el Periódico Oficial del Departamento de Yucatán, que fue el medio de difusión de noticias para la época del Segundo Imperio, es habitual encontrar, prácticamente en cada una de sus entregas, listas de cargamentos que llegaban a los puertos de Campeche o Sisal, y las personas que debían reclamarlos.

En su edición del 8 de noviembre de 1865 apareció publicada una lista relativamente pequeña de productos importados por uno de los comerciantes más conocidos de entonces. La nota, titulada “Últimamente recibido en el almacén de D. F. Ibarra Ortoll”, apenas supera las 12 líneas, equivalentes al mismo número de productos que se anunciaban.

Uno de los principios del comercio es que, para que existan ganancias, se debe privilegiar lo que tenga mayor valor monetario y ocupe el menor volumen –y sea más fácil de cargar. Esto implicaría que los bienes de lujo serían los que otorgarían mayores dividendos, pero la lista en cuestión no parece ser una que cumpla con este requisito. De los 12 artículos, cuatro son metales que con toda seguridad serían empleados en la construcción. Así, aparecen “Hierro de Suecia en barras”, y en láminas de varios gruesos, junto con cobre, también en láminas de varios gruesos, y zinc, con las mismas características. Los otros ocho productos son comestibles, y aquí nos damos licencia para sorprendernos.

Don Felipe Ibarra había recibido quesos: inglés de Chester, Patagrás y de Holanda; un embutido: salchichón de Lyon, mantequilla también de Holanda, azúcar refinado, “galletitas de soda y azúcar” y “conservas, vinos finos y licores”.

De una cosa podemos estar seguros: los quesos y la mantequilla no llegaron desde Belice ni entraron por Chetumal, ciudad que todavía no era vislumbrada en el horizonte de la conformación del territorio mexicano. Al contrario, la zona oriental de la península se le disputaba ferozmente a los mayas que se habían rebelado en 1847, y los yucatecos partidarios del Imperio esperaban que el restablecimiento de la monarquía, y del linaje de Austria o Habsburgo, fuera un elemento de cohesión con los indígenas para así alcanzar la paz.

Ahora, volviendo a los quesos, tanto el Patagrás como el “de Holanda” se consolidaron en el gusto yucateco y siguen siendo altamente consumidos. Es seguro que los recibidos en 1865 procedían de fábricas que no son las que actualmente tienen mayor presencia en el mercado local, y no por ello se les calificaría de “chafa”; simplemente, cada familia tiene su receta para elaborar queso Edam.

Otra cuestión: durante la Colonia y buena parte del siglo XIX, la ganadería estuvo muy extendida en la península. Sin embargo, lo que se buscaba era aprovechar el cuero de las reses, más que la carne y los derivados de la leche. De ahí que la elaboración quesos y mantequillas en la zona sea reciente. En cuanto al azúcar refinada, también existieron ingenios en Yucatán, pero lo que no había llegado era la tecnología para el refinamiento, que vino con la Revolución Industrial.

Ahora, ¿qué tenía que presumir el almacén de don Felipe Ibarra? Lo cierto es que uno de sus hijos estuvo a cargo de los refrigerios de la emperatriz Carlota Amalia en su visita a la península, particularmente los posteriores a los baños que ésta tomaba en cenotes y en la playa de Lerma, en territorio campechano. Sin duda, quesos, embutidos y unas copitas de vino habían llegado de ultramar, con toda la intención de agasajar a Su Majestad, aunque luego se quejara de que en estas tierras había de todo, menos lo comestible.



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Edición: Estefanía Cardeña


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