Opinión
La Jornada
09/06/2025 | Ciudad de México
Más temprano que tarde, la ofensiva de la presidencia de Donald Trump en contra de los trabajadores migrantes tenía que desembocar en una ola de protestas. Los disturbios que empezaron en Los Ángeles el pasado fin de semana son una incipiente muestra del hartazgo de la ciudadanía, y particularmente de las comunidades mexicana y latinoamericana, por los abusos, atropellos e ilegalidades en los que el magnate embarcó al gobierno de Estados Unidos: detenciones individuales y colectivas sin la menor justificación, deportaciones sin motivo, muchas de ellas no hacia los países de origen de las víctimas, sino hacia los infiernos carcelarios de El Salvador o a la remota África, expulsiones incluso de personas con situación migratoria regular, separación de familias, redadas en unidades habitacionales, comercios, templos y escuelas.
Si lo que pretendía Trump era mantener desde la Casa Blanca la seducción que ha ejercido sobre su base de apoyo xenófoba y supremacista –que constituyó el núcleo duro de los votantes que lo llevaron a la presidencia–, es claro que fue demasiado lejos: no podía profundizar y agravar, sin generar consecuencias, el tono de sus insultos y agresiones en contra de decenas de millones de personas que, guste o no, forman parte de la población de Estados Unidos. A fin de cuentas, lo sorprendente de las protestas callejeras que estallaron en Los Ángeles es que han tardado tanto tiempo en presentarse, habida cuenta que estaban siendo provocadas desde la Oficina Oval a partir del 20 de enero pasado, día de la toma de posesión para el segundo periodo del mandatario republicano.
En lugar de buscar la conciliación ante lo que su asesor Stephen Miller llamó hiperbólicamente "insurrección", Trump ha querido mostrar un rostro duro e implacable ante los disturbios; ordenó, en esa lógica, el envío a la urbe californiana de tropas de la Guardia Nacional y éstas no tardaron en desatar una violenta represión contra los manifestantes. Todo ello, pese a la oposición del gobernador del estado, Gavin Newsom, quien describió la medida de violación a la soberanía estatal y de "alarmante abuso de poder", toda vez que la Guardia Nacional está adscrita a la autoridad local, no a la del presidente. Newsom recibió el apoyo de 22 gobernadores demócratas. En el mismo sentido se manifestó la alcaldesa de la ciudad, Karen Bass. En un nuevo exceso autoritario del trumpismo, el llamado “ zar de la frontera”, Tom Homan, amenazó con detener a ambos funcionarios.
Así, el trumpismo tiene en la mira no sólo a los trabajadores extranjeros y a las comunidades mexicanas, sino también a autoridades locales preocupadas por proteger a sectores económicos que dependen de la fuerza de trabajo migrante –es el caso de la agricultura, la construcción y la industria restaurantera, entre otras– y que, si Trump lograse su objetivo declarado de emprender deportaciones masivas, enfrentarían una crisis de graves proporciones.
Contrasta con la delirante agresividad de la administración federal del país vecino la sensatez con la que la presidenta Claudia Sheinbaum señaló ayer que la migración no se puede resolver con violencia y detenciones y le aconsejó trabajar en una reforma migratoria que reconozca la relevancia de las portaciones de los migrantes mexicanos en Estados Unidos.
Sin embargo, en lo que podría ser una huida hacia adelante, habida cuenta del declive de su aceptación y de los precoces conflictos que han surgido entre sus colaboradores, Trump se empecina en apagar con la gasolina de la represión militar lo que puede ser el inicio de un gran incendio social en la superpotencia.
Edición: Ana Ordaz