Opinión
Pablo A. Cicero Alonzo
03/07/2025 | Mérida, Yucatán
El aire en los laboratorios de Rhône-Poulenc tenía ese olor particular a solventes y ambición cuando Meunier, Caruhel y Molle dieron vida al fipronil. Corrían los años ochenta y el mundo, ebrio de progreso tecnológico, celebraba cada nuevo pesticida como una victoria sobre el orden natural.
Un polvo blanco, frío como ceniza tamizada, que bajo los tubos de argón brillaba con palidez. Se deslizaba entre el látex con suavidad, infiltrándose en grietas, en pieles, en el aire mismo. Flotaba, imperceptible, un químico que mataba con un silencio eléctrico.
Nadie imaginaba entonces que estaban construyendo un reloj químico cuyo tictac resonaría, décadas después, en los campos de Yucatán, donde hoy las abejas caen como gotas de un sueño envenenado.
La eficacia del fipronil resulta escalofriante: apenas una diezmilésima de miligramo por kilo —un grano de sal fina en un estanque— basta para desorientar a una abeja hasta matarla. El 97 por ciento de las cucarachas mueren en 24 horas, sus patas trazando círculos absurdos en su agonía neuronal. Pero la precisión matemática de estos datos esconde una verdad más oscura, como han revelado investigadores de ECOSUR al documentar, a fines de junio, una muerte masiva de polinizadores en Noholal, Yucatán. Ahí, el fipronil escribe con tinta invisible un epílogo ecológico.
La paradoja es brutal: el mismo compuesto que protege cultivos —esparcido en más de 4,200 toneladas al año— está eliminando a quienes los hacen posibles. Permanece en el suelo por siete meses, se transforma en fipronil-sulfona —más tóxico aún— y resiste en el agua durante 153 días, como una llaga química que reduce la polinización en casi la mitad. En 2017, apenas 0.72 mg/kg bastaron para contaminar millones de huevos en Europa —por lo que fue prohibido en todo el continente. Hoy, en Yucatán, la historia se repite, con las abejas como protagonistas involuntarias.
Lo más inquietante es que lo sabíamos. Sabíamos que su DL50 en ratas casi igualaba su letalidad en insectos. Sabíamos que el supuesto límite “seguro” para humanos —0.004 mg/kg diarios— era una ficción estadística. Y, sin embargo, lo seguimos esparciendo con la fe de quien cree poder burlar las leyes de la naturaleza. Las abejas yucatecas no han muerto: se han desvanecido, víctimas de un veneno que hackea el sistema nervioso, sin distinguir entre plaga y aliado.
Hoy, mientras Yucatán entierra colmenas vacías, el fipronil sigue ahí: en la tierra, en el agua, en los cultivos que juró proteger. No es un accidente ni un fallo de cálculo. Es la consecuencia lógica de haber jugado a ser dioses con moléculas que no comprendimos del todo. Cada abeja muerta, cada panal abandonado, es un recordatorio de que la naturaleza siempre cobra sus deudas —con intereses.
El informe de ECOSUR, presentado el 29 de junio, no deja lugar a dudas: las muestras contenían concentraciones superiores a la dosis letal. Peor aún, el químico ha contaminado 349 hectáreas, arrastrado por el viento desde cultivos del norte, según análisis de dispersión. Pero las abejas son solo el primer capítulo.
La gente ya no quiere tomar de los pozos, confiesa Emilia Gómez Barrera, comisaria municipal y apicultora, en entrevista publicada en Por Esto!. Ardor en los ojos, náuseas, mascotas muertas. El fipronil, clasificado como altamente peligroso por la OMS, no distingue huésped: puede dañar el sistema nervioso, afectar la piel y persistir en fuentes de agua. Aunque aún faltan estudios médicos concluyentes, el terror crece como la maleza. Tenemos miedo de lo que pase en unos meses si respiramos esto, se escucha en susurros tras las paredes de adobe.
Yucatán podría estar frente a un desastre silencioso. No sería el primero. En Ecuador, en la provincia de Manabí, estudios vincularon malformaciones congénitas —piernas y brazos incompletos, dedos fusionados— al uso sin control de plaguicidas como el 2,4-D y el paraquat en plantaciones de plátano y palma. Aplicados sin protección, estos químicos se filtraron a ríos y pozos, acumulándose en los cuerpos de mujeres embarazadas. Un eco tóxico que ahora amenaza con replicarse aquí.
Edición: Estefanía Cardeña