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Foto: Enrique Osorno

Daniela Tarhuni Navarro

El pasado 7 de julio, la Secretaría de Ciencia, Tecnología, Humanidades e Innovación (SECIHTI) lanzó la convocatoria 2025 para la Divulgación Comunitaria de la Ciencia y las Humanidades. El documento plantea una transformación largamente esperada: impulsar proyectos colaborativos, multilingües, con pertinencia cultural, perspectiva de género y enfoque territorial. Se parte de una premisa clave: el conocimiento no se impone, se construye entre saberes. Sin embargo, tras la retórica de inclusión y justicia epistémica, queda una duda persistente: ¿existen realmente las condiciones para que esta política se concrete y perdure?

Desde hace más de cuarenta años, México ha intentado acortar la brecha entre ciencia y sociedad mediante diversas políticas públicas. Al principio, dominaba la idea de que la ciudadanía no sabía lo suficiente sobre ciencia y debía ser “educada” desde arriba, con mensajes unidireccionales. Con el tiempo, se han adoptado modelos más participativos, que reconocen que la ciencia también se construye en diálogo con los contextos sociales y culturales. En los discursos institucionales, esto se tradujo en conceptos como inclusión, apropiación o diálogo de saberes. Pero en la práctica, muchas veces se ha quedado en buenas intenciones. Las acciones han sido dispersas, sin continuidad ni respaldo institucional suficiente para consolidarse como política pública.

La nueva convocatoria recoge varias de estas aspiraciones: fomenta el uso de lenguas originarias, el diseño de rutas bioculturales, la producción de materiales accesibles y la documentación de diálogos entre comunidades y científicas. Se habla de ciencia situada, pensada desde y para los territorios. Pero aún no queda claro cómo se dará seguimiento, quién acompañará los procesos, ni con qué criterios se evaluará su impacto. Como ha sido habitual, la diversidad epistémica se enuncia, pero no se institucionaliza.

Esta ambigüedad no es nueva: en los últimos años, México ha vivido un profundo reordenamiento en materia de ciencia y tecnología. Se creó la SECIHTI, se promulgó una nueva ley que reconoce el derecho humano a la ciencia y se impulsaron programas enfocados en la resolución de problemas sociales. A primera vista, este viraje apunta hacia una ciencia más cercana a las necesidades del país. Pero al mismo tiempo se desmantelaron estructuras clave: desaparecieron fondos específicos para comunicación científica, se suspendieron encuestas de percepción pública y dejaron de operar programas, publicaciones y eventos que articulaban esfuerzos a nivel nacional.

La Ley vigente desde 2023 establece por primera vez el reconocimiento de la comunicación pública como parte del trabajo académico evaluable. Este cambio normativo representa un avance significativo: durante años, estas actividades fueron vistas como voluntarias y sin peso real en la trayectoria académica. Con la transformación del Sistema Nacional de Investigadores (hoy SNII), se exige a las y los científicos acreditar productos de divulgación como parte de su quehacer. Sin embargo, muchas inercias persisten. Estas labores siguen percibiéndose como tareas secundarias y suelen llevarse a cabo desde una lógica vertical, que asume que el público debe ser “educado”, no escuchado. Mientras se mantenga esa visión, será difícil construir una comunicación científica realmente participativa, que reconozca a las comunidades como protagonistas en la producción y circulación del conocimiento.

La convocatoria 2025 se inscribe en este contexto de tensiones. Por un lado, recoge demandas legítimas sobre inclusión, multilingüismo y participación territorial. Por otro, las traduce en una lista de entregables que, sin estructuras de apoyo, difícilmente modificarán las relaciones históricamente desiguales entre ciencia y sociedad. La falta de profesionalización, la precariedad de las iniciativas comunitarias y la ausencia de una política de largo plazo siguen siendo los grandes pendientes.

Comunicar ciencia desde lo comunitario no puede limitarse a murales o canciones —por valiosas que sean— si no se cuestiona el marco que decide qué saberes cuentan y cuáles no. Transformar ese marco implica crear estructuras duraderas, reconocer trayectorias, asignar presupuestos suficientes y, sobre todo, devolver a las comunidades el derecho de deliberar sobre qué conocimiento se comunica, cómo y para qué. 

Promover una cultura científica crítica, ciudadana y situada no es una tarea menor ni un complemento decorativo del sistema de ciencia y tecnología. Es una responsabilidad del Estado y una condición para construir sociedades más informadas, justas y participativas. No hay transformación posible sin ciudadanía científica. Y no hay ciudadanía científica sin políticas públicas coherentes, con diagnóstico, continuidad y visión de largo plazo. Es decir, se requiere un verdadero ejercicio de gobernanza para que esta política pública sea promisoria.  Ese es el verdadero desafío que esta y todas las convocatorias deberían asumir.

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Edición: Fernando Sierra


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