Opinión
Rafael Robles de Benito
15/07/2025 | Mérida, Yucatán
Hace unas semanas, la secretaria Bárcena dijo durante una entrevista que las comunidades menonitas en el sureste se habían convertido en un problema ambiental, y que cuando la autoridad había intentado acercarse a ellos con el propósito de llamarlos al orden (estoy parafraseando, no citando), habían respondido con franca resistencia, incluso con armas en mano. Poco después aparecieron varias notas en los medios, donde informa que la autoridad ambiental había “detectado” varias áreas en las selvas de la península de Yucatán que habían sido taladas y quemadas por grupos vinculados con las comunidades menonitas. Todo esfuerzo realizado para detener los procesos de cambio de uso del suelo no autorizados, que deterioran los ecosistemas forestales y contribuyen a dificultar las acciones de mitigación y adaptación al cambio climático, incrementan la presión sobre la biodiversidad regional, y atentan contra la capacidad productiva de las comunidades indígenas y ejidales, es digno de aplauso, sin cortapisas. Peor creo que este caos en particular requiere varias precisiones.
En primer lugar, la autoridad ambiental no detectó nada, o al menos, no recientemente: la actividad agropecuaria ilegal y descontrolada de las comunidades menonitas en el sureste mexicano es una historia que viene ya de hace algunas décadas, a sabiendas de autoridades ejidales, municipales, estatales y federales. Esto no es un mero matiz. Se debe reconocer desde luego que haber atendido el asunto, y lograr la suspensión de la actividad ilegal en cuando menos unas dos mil seiscientas hectáreas, manda una señal correcta, en el sentido de que el gobierno federal no está dispuesto a tolerar que se continúe destrozando impunemente el patrimonio natural del trópico mexicano. Aquí habría que aplicar la máxima – que es ya un lugar común – de que el buen juez por su casa empieza, y buscar que las agencias federales responsables de los destrozos ambientales generados por las obras del tren maya sean restaurados o, cuando menos, compensados.
En segundo lugar, no está de más subrayar el hecho de que oponerse a las actividades emprendidas por las comunidades menonitas no es un asunto discriminatorio, racista o xenófobo. No nos oponemos a ellas por el hehco de ser realizadas precisamente por ese grupo social sino por su carácter ilegal, lesivo a las condiciones ambientales de los ecosistemas de la región, y atentatorio contra el derecho de las comunidades locales a habitar un ambiente sano que haga factible un desarrollo sustentable.
En tercer lugar, se debe destacar el hecho de que el éxito de las comunidades de menonitas en la península se explica en parte gracias al respaldo que han recibido por parte de algunas agencias federales o paraestatales, como la Comisión Federal de Electricidad, que los ha dotado de infraestructura que les permite contar con energía para riego, o la Comisión Nacional del Agua, que les ha otorgado concesiones para el uso del agua del subsuelo y autorizaciones para la perforación de pozos. También han sido habilitados por la conducta de algunos de los dueños de la tierra (ejidatarios y pequeños propietarios) que han visto en el ingreso fácil y de corto plazo de dinero contante y sonante una ventaja que supera las dificultades del trabajo agropecuario y silvícola convencional. Desde luego, también les ha ayudado la actitud complaciente de autoridades locales, que ven en la laboriosidad de los menonitas un ejemplo de tesón y dedicación digno de ser emulado, y no consideran los impactos negativos que conlleva su desprecio por las exigencias medioambientales.
Es cierto que las comunidades de menonitas consideran que no se encuentran sujetas a las leyes vigentes en el territorio que ocupan, y que la naturaleza por entero está puesta ahí para que la exploten en función de sus intereses inmediatos. He visto a líderes menonitas permanecer sentados y aparentemente atentos a lo largo de reuniones en las que representantes de diferentes autoridades analizan y discuten los impactos y consecuencias de su forma de apropiarse del paisaje. Al terminar las reuniones, los he visto levantarse y despedirse amablemente, sin haber dicho una palabra, y sin que el resto de los asistentes tengan manera de saber cuál ha sido su reacción, o su punto de vista. Escucharon, y punto. Hasta ahí llega su interacción con el resto de los actores sociales interesados. Por lo demás, parecen empeñados en mantenerse aparte, y suponen que sus decisiones deben ser respetadas como una suerte de mandatos divinos, pero a nuestros ojos parecen conducirse como una forma singular de crimen organizado.
Sin overoles y sombreros, lo mismo han hecho grupos de inversionistas turísticos, o propietarios de tierras que desean ofrecer sus predios en el mercado del crecimiento urbano: prenden fuego a sus tierras con la intención de forzar cambios de uso del suelo sin intentar obtener autorizaciones que saben que son difíciles dada la condición ambiental de los sitios donde se encuentran sus propiedades. De la misma forma se conducen los propietarios de terrenos en la costa, que cuando ven que se pierde playa – frecuentemente debido a sus propias construcciones inadecuadas – optan por construir espigones que acaban por empeorar la situación. Y lo mismo puede decirse de instituciones de gobierno que, en aras de una supuesta seguridad nacional, evitan plegarse a la legislación ambiental para construir obras públicas de dudosa utilidad, encargando su ejecución a las fuerzas armadas.
El caso de los menonitas es solamente una arista del problema generado por la apropiación desordenada del paisaje en el sureste mexicano. La doctora Bárcena ha demostrado tener la voluntad política de encarar esta problemática. Creo que debemos contribuir a que el enfoque de esa voluntad no se concentre exclusivamente en un grupo social conspicuo, sino que tenga la amplitud de miras para ir atendiendo los diferentes aspectos del ordenamiento del uso del territorio de manera integral.
Edición: Fernando Sierra