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Cuarta (y última) meditación sobre la libertad

Su nobleza queda inoperante si se utiliza para justificar el egoismo
Foto: Jusaeri

La nobleza del valor de la libertad queda desactivada cuando se le pondera por encima de los demás valores y se le utiliza para justificar el rostro más espurio del individualismo (el egoísmo), donde la libertad se confunde con la permisividad y hasta con lo arbitrario. El vicio de origen, sin embargo, está en el individualismo, el cual se constituye como una perversión del estatuto noble que supone el cabal ejercicio de nuestra individualidad.

Por decirlo claramente, la individualidad es virtuosa mientras que el individualismo es pernicioso, fundamentalmente porque pone los intereses personales por encima de cualquier otra circunstancia humana, sin considerar nada que no sea el beneficio propio.

Bajo este supuesto, el libertarismo propone que, en la medida en que cada quien se ocupe de la conquista de su propio bienestar (circunstancia en que se sintetizan todos nuestros deberes y obligaciones), se conquistará el bienestar general, considerando a éste como el resultado de la suma de los esfuerzos individuales y omitiendo el hecho de que en las interacciones humanas el conflicto es una circunstancia latente.

En su simplismo, la moral individualista nos plantea que es incorrecto actuar buscando el beneficio ajeno antes que el propio, ya que no es posible jamás el conocer con precisión los deseos y necesidades de los demás (algo que también podría afirmarse sobre nuestros deseos personales), por lo que es altamente factible el provocar en “los otros” un daño, más allá de que también podríamos ofenderlos. Así, para este enfoque ético la mejor manera de conquistar el bienestar general es ocupándonos de la conquista de nuestro bienestar individual; en sentido contrario, la ética altruista es absolutamente perniciosa porque estimula la actitud parasitaria de quienes se aprovechan del esfuerzo ajeno.

El problema del egoísmo ético se centra fundamentalmente en su ceguera radical con respecto de la vida social, ya que concibe a ésta como una mera sumatoria de individualidades y no como como un sistema de relaciones entre grupos configurados por determinantes económicas y culturales, así como por diferencias de índole muy diversa. Al reducir muchos de los problemas humanos a la condición de circunstancias individuales, para los libertaristas todo se atomiza en dos caminos posibles: el altruismo o la búsqueda del bien personal, lo que se traduce en dos proyectos: el del Estado benefactor y necesariamente represor del ejercicio del individualismo (y, por tanto de nuestra libertad), o el del Estado que, reducido a su mínima expresión, se mantiene como simple observador, interviniendo de manera casi nula en la economía y la sociedad, permitiendo el libre flujo de los afanes individuales. (En todo caso, quienes defienden esta postura han justificado la intervención del Estado para favorecer a los grandes capitales, tal y como sucedió en nuestro país con el FOBAPROA, que convirtió las deudas privadas en una onerosa deuda pública que seguimos cargando después de 30 años).

Como quiera, el mandato de ocuparnos exclusivamente de la conquista de nuestro bienestar individual no contempla otros factores como, por ejemplo, la vida emocional de esos individuos; imaginemos este esquema en la vida familiar y pensemos que cada uno de los miembros de ese enclave se centra exclusivamente en la satisfacción de sus necesidades particulares y en el bienestar propio: ¿cómo sería, en esas circunstancias, la dinámica de las interacciones familiares?

En realidad, la propuesta del egoísmo ético es absolutamente insostenible desde donde se la plantee, pues a fin de cuentas nunca se opera en función del beneficio individual, sino al menos mínimamente en el de nuestro círculo cercano, lo que implica que somos seres que tienden a la vida gregaria. No conozco a nadie que sólo piense en su propio bienestar sin ninguna consideración hacia sus padres, hacia sus hermanos, sus hijos o alguna otra persona ligada a sus afectos.

Imaginemos, entonces, un concepto simplista de libertad ligado a la ausencia de cualquier tipo de restricción, en el contexto de una sociedad regida por la ética del egoísmo y por un sistema donde se privilegia la competencia por encima de la cooperación, en el que, además, se fomente el consumismo compulsivo no solamente como parte de un esquema económico, sino también como un sustituto de nuestras carencias afectivas y espirituales. El resultado de esto es algo parecido a un estado de guerra generalizada, algo que ya vivimos en 20 años de liberalismo: libertad sin paz, libertad sin justicia social, libertad llena corrupción, criminalidad y miseria.

Es una incoherencia ejercer un valor a partir de un vicio. La libertad ejercida desde el egoísmo deviene en arbitrariedad; la libertad ejercida desde una compulsión deviene en dependencia. La arbitrariedad juega con los límites de la legalidad, y la dependencia juega con los de nuestra salud física y emocional (algo que no sólo afecta al individuo, sino a todo su entorno).
Quedan varios asuntos por reflexionar, pero, por ahora, podemos obtener algunas conclusiones previas. La más interesante tiene que ver con que el ejercicio de un valor no puede ser virtuoso cuando se hace en detrimento de otros valores y eso sucede con el empleo tramposo del concepto de libertad que acuñaron los neo-liberales y hoy día los libertarios.

A fin de cuentas, el conservadurismo suele usar el engaño y la ofensa como herramientas de “discusión” y en ese territorio todos salimos perdiendo porque la verdad queda cubierta por paralogismos e insultos. Vamos, pues reflexionando; vamos haciendo un esfuerzo de racionalización para entender los problemas: allí está el verdadero ejercicio de libertad.

Lea, del mismo especial:


Edición: Fernando Sierra


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