Opinión
Pablo A. Cicero Alonzo
26/08/2025 | Mérida, Yucatán
Arreciaba entonces la incertidumbre de la pandemia. No sólo eran la enfermedad y la muerte, sino también las prohibiciones: decretos, toques de queda, patrullas en las calles vacías que buscaban un enemigo invisible. En las casas habitaba el miedo; afuera, los policías se ensañaban con sombras que apenas se asomaban en las esquinas.
Pero en Chichimilá, un grupo de mujeres había aprendido desde hacía años a darle la vuelta al miedo. Formaron un grupo de ahorro —“Las margaritas”— que, más que una libreta con números, se convirtió en cimiento: el primer escalón de un camino posible para levantarse y seguir. El ahorro era su pasaporte a otra vida. Y ningún toque de queda, ningún bicho —micro o macroscópico— se los iba a arrebatar.
Así, las chicas protagonizaron una resistencia silenciosa. Evadían retenes, se escabullían de las miradas y seguían reuniéndose en sedes improvisadas. Semana tras semana, el encierro se hacía más llevadero en esas citas clandestinas donde no sólo juntaban pesos cada vez más esquivos, sino también compartían ánimo y compañía. Sus cartillas de ahorro eran, por unas horas, documentos de viaje hacia un mundo distinto.
“Las margaritas” de Chichimilá es apenas uno de los muchos grupos que ha formado Ko’ox Taani —“vamos adelante”—. El instructor de la fundación recuerda cómo debía ingeniárselas para llegar: buscar brechas, rodear retenes, esconderse de los uniformados. Y, pese a todo, las ahorradoras lo esperaban: puntuales, tercas, fieles al compromiso. El reloj del mundo se detuvo, pero no la voluntad de las margaritas de Chichimilá.
La anécdota se replicó en otros pueblos. Y esa tozudez, esa disciplina silenciosa, explica por qué hoy más de dos mil familias yucatecas han logrado dejar atrás la pobreza extrema.
Ko’ox Taani nació en 2015, cuando un puñado de personas —hombres y mujeres, con y sin experiencia, pero con la misma urgencia— se juntó para enfrentar la pobreza en Yucatán. Estudiaron métodos probados en otras latitudes y eligieron el enfoque de graduación. Desde entonces entendieron que su labor era, simplemente, dar un paso a la vez.
El primer paso es el ahorro comunitario. Mujeres que vivían al día, que despertaban sin saber qué desayunarían sus hijos, comenzaron a juntar veinte pesos semanales. Al principio parecía poco; después, esos veinte se volvieron cincuenta, y los cincuenta, cien. Un día descubrieron que tenían lo suficiente para comprar uniformes, zapatos, una chamarra que espantaba el rocío de los eneros.
Pero la pobreza no se derrota sólo con dinero. El segundo paso es la salud alimentaria: mientras refuerzan su ahorro, las familias siembran hortalizas, crían gallinas, producen huevos y vegetales que mejoran su dieta. Y más tarde llega el tercer paso: el desarrollo humano. Con los remanentes del huerto, con antojitos caseros, con el bordado o el urdido de hamacas, comienzan pequeños negocios. Ko’ox Taani acompaña el proceso, aporta capital semilla y, sobre todo, confianza.
Ese capital proviene de aportaciones de empresarios yucatecos y de fundaciones internacionales como W.K. Kellogg Foundation y Lemonaid ChariTea Foundation. La Uady también suma, así como TrickleUp, que brindó el modelo de graduación.
Los números confirman lo que ya se ve en los pueblos: 74 por ciento de las socias fundadoras permanecen activas en sus grupos de ahorro; 91 por ciento de los colectivos continúan trabajando; y más del 80 por ciento de las participantes lograron salir —y se mantienen fuera— de la pobreza extrema.
Hoy, diez años después, los frutos son visibles en Yaxcabá, Tixméhuac, Espita, Cantamayec, Mayapán, Tahdziú, Uayma, Peto, Tixcacalcupul, Chikindzonot y muchas otras comunidades. En algunas, incluso, ya hay brotes nuevos: niñas y niños que forman sus propios grupos de ahorro.
Las historias de estas dos mil familias recuerdan que el combate a la pobreza no se decreta desde arriba ni se resuelve con discursos. Se teje con paciencia, con constancia, con veinte pesos semanales que se vuelven esperanza. Se construye con mujeres que decidieron resistir, ahorrar y, sobre todo, creer que otra vida sí es posible.
Edición: Fernando Sierra