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La alacraneada

¿Cuánto vale la vida en un anexo?
Foto: Afp

El martes 15 de este mes, David fue asesinado en un centro de rehabilitación en Umán; tenía 21 años y era drogadicto. Los supuestos responsables de su muerte ya fueron detenidos. Esta es una recreación ficticia de su descenso al infierno.  

La vida de todo aquel que entra al anexo no vale, ni un poquito: es un cadáver viviente, un paria, un desecho. Así incluso lo establece el contrato que sus familiares firman. Ninguno entra por su propio pie, y en muchos casos son secuestrados para recluirlos; patrullas de sanguinarios samaritanos que saborean cazando adictos. Adentro es un infierno rotulado con versículos de un dios de odio. 

Jóvenes que entran con los circuitos fundidos y que han perdido el alma, sin más deseos que los que le promete la próxima dosis, que cada vez debe ser más fuerte, más seguida; corazones que laten como si fueran la cuenta atrás de una bomba. No se diferencian los temblores de la abstinencia con los del terror de esos calabozos, en donde supuestamente quedarán limpios.  

Los carceleros, los padrinos, consideran que la humillación y la violencia son los caminos más rápidos: la línea recta a una vida normal. Sus métodos son una radioterapia del alma, que arrasa con todas las células, las buenas y las malas. “Quien entra ahí debe morir para renacer”, sermonean. Muchos sólo han muerto, como David.  

Les gritan, los insultan, los tratan peor que animales; los obligan a trabajar en tareas humillantes, no les permiten ver a sus seres cercanos… Y, en no pocos casos, los torturan, como consta en la carpeta de investigación de la muerte registrada en Umán. David murió sufriendo un castigo que en el argot de esas sucursales de dolor se conoce como la alacraneada. 

Lo tiraron boca abajo, en un piso frío y sucio. Con una soga le amarraron las manos y los pies, doblando las extremidades por la espalda. Las piernas recrearon la postura de ataque de los escorpiones; su único punto de apoyo era su vientre. Colocaron una almohada grasosa en la cabeza, en la que se hundió al perder las fuerzas. David no pudo curvear la espalda, y falleció asfixiado.  

No fue una muerte rápida: David agonizó varios minutos, y es probable que haya estado rodeado por los padrinos y otros adictos. Tal vez incluso algunos se rieron cuando el relámpago del estertor iluminó la oscuridad. A David lo ingresaron con la promesa de arrancarle los grilletes de sus vicios, pero se lo entregaron a sus padres sin vida alguna; un cuerpo frío, un recuerdo. La promesa de una nueva vida que nunca se cumplirá.  

Estas terapias brutales se erigen bajo el cimiento que el adicto tiene que tocar fondo. Lo que descubren David y muchos otros es que el fondo es fangoso, y en él no se puede tomar impulso: el lodo te jala los pies hacia un abismo que parece no tener fin; es el corazón de las tinieblas. Hay casos de náufragos de esos métodos que han sobrevivido, pero desde hace años hay registros de víctimas fatales.  

En Yucatán, el horror no es nuevo. En un recuento realizado por el periódico Por Esto!, en noviembre del año pasado, en Oxkutzcab, perdió la vida en una granja un adicto de 29 años, a consecuencia de golpes recibidos, según resultado de la autopsia. En mayo, otro joven de 35 años falleció en un anexo que funcionaba en Kanasín; según las investigaciones, le colocaron unas esposas en las manos, le ataron los pies y lo encerraron en un clóset. En intervalos, lo sacaban de esa oscuridad y lo golpeaban, hasta reventarle las entrañas. 

Y la lista crece. De acuerdo con la Secretaría de Salud de Yucatán, en el estado existen al menos 103 centros de atención a adicciones, de los cuales más del 60 por ciento opera sin regulación sanitaria. No tienen licencia, no hay supervisión, y en muchos casos no cuentan con personal capacitado. Son bodegas del dolor, sin protocolos ni garantías. La Cofepris, en operativos recientes en el sureste, ha detectado celdas de castigo, hacinamiento y alimentos en estado de descomposición. 

La Comisión de Derechos Humanos del Estado de Yucatán (Codhey) ha recibido desde 2020 al menos 26 quejas formales por malos tratos y violaciones graves a los derechos humanos en estos espacios, incluyendo golpes, encierros prolongados, negación de atención médica y violencia psicológica. En su último informe señaló que muchos anexos en municipios del interior operan “con una tolerancia institucional que raya en la complicidad”. 

Casos similares se registran en toda la geografía en las que funcionan anexos. En el Estado de México, por ejemplo, se ha documentado la práctica de sesiones de cuerpo presente, en la que se incluye el cadáver de un recluido en las actividades diarias de los reclusos. Sólo hasta que comienza el proceso de putrefacción, los padrinos informan de la muerte a las autoridades.  

A quién le importa la vida de un drogadicto, escupen los carceleros de los anexos. Y en muchas ocasiones han tenido razón, como muestra la impunidad en muchas de las muertes que se registran en estas casas de los horrores. Modernos leprosarios en los que recalan hombres y mujeres a los que la sociedad quiere ya olvidar. La vida les quitó casi todo, y la muerte les ha arrebatado la posibilidad de que se haga justicia.  


Lea, del mismo autor: ''Malditos bastardos: Sigo vivo''

Edición: Fernando Sierra


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