Opinión
Rafael Robles de Benito
17/09/2025 | Mérida, Yucatán
La discusión acerca de los beneficios y los daños generados por la utilización de agroquímicos – particularmente, plaguicidas – viene por lo menos desde el inicio de la segunda mitad del siglo XX, cuando Rachel Carson publicó su controversial ensayo La Primavera Silenciosa, y cambió para siempre la manera en que se percibe el uso de productos químicos diversos para combatir la presencia de especies de insectos que se consideran plagas sobre los monocultivos de interés para las comunidades humanas. Aunque nadie pone en entredicho las ventajas que han logrado la actividad agropecuaria y la salud pública desde que dispone de una batería de armas químicas para controlar el crecimiento de las poblaciones de animales, hongos y otros organismos que dañan la salud de nuestras comunidades, o disminuyen el rendimiento de nuestros cultivos, en estos últimos sesenta años nos hemos ido dando cuenta, con evidencias cada vez más convincentes y severas, del precio que el uso indiscriminado de estos agroquímicos tiene para la sustentabilidad de los procesos de la vida en el planeta.
Lo acontecido en nuestro país, que ha visto aumentar la mortandad de polinizadores, particularmente abejas, sumado al hecho de que aquí se suelen obtener por vías diversas plaguicidas que se encuentran prohibidos o restringidos en otras partes del mundo, o que se han retirado ya de los mercados formales de agroquímicos, ha hecho que la autoridad ambiental, en coordinación con la agropecuaria, determine tomar medidas contundentes para garantizar que se puedan dejar de usar plaguicidas que generan más daños que beneficios. De ahí el reciente decreto que establece la prohibición de la formulación, comercialización y uso de treinta y cinco plaguicidas, que tendrán que salir del mercado y dejar de ser aplicados en las tierras de cultivo del campo mexicano.
La medida, a mi juicio, merece un aplauso sin ambages. Sin embargo, como vivimos tiempos en que todo deviene en política, aún no se secaba la tinta del Diario Oficial de la Federación, cuando ya había voces que tildaban a la medida de débil e insuficiente. Lo primero que hay que responder es que nadie ha dicho que este decreto de treinta y cinco agroquímicos sea el último y definitivo, ni puede pensarse que en adelante la autoridad responsable se tirará a la bartola a contemplar como transcurre el resto del sexenio. Pero, además, las listas internacionales de plaguicidas prohibidos, restringidos y peligrosos cambian con frecuencia, de manera que unos desaparecen de los registros mientras surgen otros a la luz de nuevos estudios. Decidir cuáles se deben incluir en un decreto capaz de generar consecuencias relevantes es cualquier cosa menos trivial. Haber llegado a los treinta y cinco que se han incluido ha sido en efecto un primer paso, pero es también un triunfo.
Queda efectivamente mucho por hacer. Ya está en proceso de elaboración una nueva lista de agroquímicos cuyas características sugieren que no tendrían por qué formar parte del arsenal de los productores del campo para mantener o incrementar su productividad ante plagas o infestaciones. Mientras tanto, las autoridades responsables deberán prepararse para lo que supongo vendrá en forma de una batalla legal de dimensiones considerables: es de esperar que quienes representan los intereses de las empresas que formulan, elaboran y comercian con los agroquímicos que ahora resultan prohibidos, no se quedarán con los brazos cruzados. En realidad, sus preocupaciones se encuentran lejos de la sustentabilidad ambiental, o la protección de la biodiversidad: les importa ante todo la columna de totales de sus utilidades.
Otra tarea que se ve acercarse, y que es de alguna manera una asignatura pendiente del estado mexicano, es ofrecer a los trabajadores del campo vías de información y capacitación permanentes, que les permitan reunir elementos acerca de las buenas prácticas en el manejo de agroquímicos, los riesgos que éstos pueden ofrecer a quienes no las practican apropiadamente y las razones que conducen al gobierno a restringir, prohibir o regular determinados compuestos. Desde luego, esto deberá ser siempre acompañado por una oferta coherente y viable de alternativas tecnológicas basadas en naturaleza, adecuadas para que los productores encuentren posibilidades de combatir la presencia de organismos indeseados sin recurrir al uso clandestino de productos cuya eficacia consideran conocer por experiencia, pero que han demostrado ser lesivos al medio ambiente, la salud y la biodiversidad.
La discusión acerca de qué plaguicidas tendrían que permitirse o promoverse, y cuáles tendrían que retirarse del mercado es ya de larga data y, al menos hasta donde alcanza mi memoria, no ha sido resuelta antes, ni mediante acuerdos entre formuladores, comercializadores y productores usuario, por una parte, y responsables de la salud pública, inocuidad alimentaria y sustentabilidad ambiental por la otra; ni mediante actos de autoridad definitivos y contundentes. Más allá del intento de restringir el uso del glifosato y la siembra de monocultivos de transgénicos, se ha hecho poco para abatir el impacto negativo que la agricultura de “commodities”, o monocultivos comerciales, tiene sobre los ecosistemas y la biodiversidad nacionales. En el caso del maíz transgénico, a pesar del apoyo irrestricto de múltiples organizaciones civiles y académicas, fue imposible llevar la negociación a buen puerto, entre otras cosas, en mi opinión, debido al énfasis colocado en el tema de los efectos en la salud humana, en lugar de poner por delante el impacto sobre la agrobiodiversidad. No permitamos que este nuevo esfuerzo, que cuenta con una fundamentación y motivación robustas, naufrague debido a la sensación de que no incluye todo lo que quisiéramos, o a la absurda postura del oposicionismo a ultranza. Continuará.
Edición: Fernando Sierra