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El mar que nos queda: saberes mayores en la costa de Yucatán

¿Qué podemos aprender de la experiencia de pescadores veteranos para el futuro del litoral local?
Foto: Miguel Cocom

Miguel Cocom

Don Fermín Canul nació en Dzilam González en 1939, pero lleva más de seis décadas viviendo en Dzilam de Bravo. Aunque desde hace un año ya no puede salir a pescar, conserva la misma rutina de siempre: se levanta al alba, se sube a su inseparable bicicleta y pedalea hasta el parque principal del puerto. 

Ahí se encuentra con otros pescadores como él: hombres que enfrentaron tormentas, resacas y amaneceres en altamar, y que ahora, dentro o fuera del padrón de pesca, con achaques que no les permiten subir a una lancha, se reúnen cada mañana para recordar los viejos tiempos, compartir lo que escucharon del clima y, si hay suerte, encontrar alguna chambita que les permita completar sus ingresos. 

Hace unos meses, sobrevivió a un accidente en mototaxi tras regresar de un rancho en el que aún trabaja esporádicamente. “Se me descompuso la bici, si no, ni me subo”, comenta. A sus 86 años, la pensión del Bienestar es su único ingreso fijo. Pero su esperanza no se jubila: “El mar no se aleja, pero tampoco espera”, repite como si fuera un viejo refrán del litoral.

En Yucatán, uno de cada cuatro pescadores registrados es mayor de 60 años. Según datos del padrón estatal 2025, de los 12 mil 364 pescadores que integran el registro, 3 mil 18 superan esa edad. La edad promedio del gremio es de 49 años, en contraste con la edad mediana general del estado, que es de 30.

Casos extremos llaman la atención: hay 989 pescadores mayores de 70 años, y el más longevo tiene 94. Entre las mujeres, aunque son minoría —apenas 143 pescadoras frente a más de doce mil hombres—, la más veterana tiene 71.

Estos números revelan algo más que longevidad: muestran una costa donde los mayores siguen activos en la pesca por necesidad económica y por la profunda relación que han tejido con el mar. Aunque muchos ya no faenan como antes, conservan rutinas, saberes y formas de presencia que son indispensables para entender la sostenibilidad pesquera desde una dimensión comunitaria y humana.

La investigadora Gina Villagómez advierte que la vejez en Yucatán enfrenta una paradoja: “Se ha incrementado la esperanza de vida, pero ha disminuido la calidad de vida de los últimos años”. Muchos adultos mayores trabajaron en empleos informales, sin acceso a seguridad social, lo que hoy los deja sin red de protección. Las principales vulnerabilidades que observa en este grupo son el acceso a medicamentos, las dificultades de movilidad, dentro de casa y fuera de ella, y la imposibilidad de dejar de trabajar aún en edades avanzadas.

Y estas vulnerabilidades adquieren otra dimensión en el sector pesquero, ya que la doctora Villagómez también señala que el pescador en Yucatán es “el patito feo” de las políticas públicas: un sujeto social que no ha logrado colocarse en la agenda, a diferencia de otros sectores rurales como campesinos o mujeres del campo. Su actividad, altamente precarizada, informal y riesgosa, ha sido históricamente marginada.


I. “Ya me pesaba el bote”: la retirada de don Alfredo en San Felipe

Ahora no es momento de pensar en lo que no tienes. 

Piensa en lo que puedes hacer con lo que tienes.

A los 84 años, don Alfredo se sienta afuera de su casa en San Felipe. “Pesqué hasta los 70. A los 80 ya vendí la lancha. Me dijo mi esposa: ‘Ya estás grande, vende todo eso que tienes, no dejes que lo coma el ratón aquí, quédate en tu casa’”.

Don Alfredo no nació pescador. Empezó en el campo, donde ganaba cinco pesos diarios chapeando o componiendo alambre. Fue años adelante que aceptó una invitación para probar suerte en el mar. “El primer día que me llevó un señor, me dio 20 pesos. Al otro día otros 20 y así empecé a ganar más que en el campo.” La ecuación era sencilla, en ese entonces se ganaba más en el mar que tierra adentro.

Poco a poco, se hizo de su propio botecito de madera, luego de redes, anzuelo, equipo para bucear y pescar caracol blanco y negro. Aprendió a pulmón. Llegó incluso a recibir un barco de fibra de vidrio gracias a un programa federal. “Fuimos a Progreso, nos dieron un bote. Es de ustedes, aprovéchenlo bien. Nos hicimos de herramientas y de todo lo necesario.”

Ese barco lo acompañó durante tres décadas. Pero un día le pesó. Literalmente. “Le dije a mi esposa: yo voy a vender el bote y comprar una lancha porque ya todos mis compañeros tenían. Pues yo también vendí el bote y compré mi lancha.”

Finalmente, la edad impuso su límite. “Hasta aquí nomás. Ya tienes 80 años, te mareas, te caes, no te vuelvo a ver”, le advirtió su esposa. Vendió el equipo, pero se quedó con una chalana, embarcación menor que sirve para pescar en aguas poco profundas, como trofeo: “Tengo mi chalanita. Todo el tiempo me dicen ‘véndela’. Pero esa no la vendo, ni por todo el dinero del mundo.”

Don Alfredo no se alejó del mar por decisión propia. De hecho, lo extraña. “Sí quiero ir, pero no me dejan.” A veces le regalan ‘bochinitos’ o pulpo. Él los recibe con gratitud: “Estoy sentado y me los regalan, son compañeros que me conocen de la pesca”.

Sigue en el padrón de pescadores estatal. Cobra siete mil pesos al año, lo de su pensión del Bienestar y otros seis mil por la veda de mero. Pero no recibe el dinero sin más: participa en labores comunitarias. “Vamos a pintar, vamos a recoger basura, a limpiar coladeras, algo hacemos.”

Para sobrevivir, la mayoría de las personas mayores depende de una red de transferencias formales e informales, explica Gina Villagómez. Estas incluyen el apoyo económico o en especie, la ayuda instrumental (como llevarlos al médico), el acompañamiento emocional y las enseñanzas o ayudas cognitivas como aprender a usar un cajero automático o un teléfono móvil. Estas transferencias provienen de las familias y de la comunidad, como se evidencia en los parques de Dzilam, San Felipe o Río Lagartos, donde los pescadores mayores aún se reúnen cada mañana a compartir lo que tienen, saben o pueden hacer.

Con humor y orgullo, don Alfredo dice que no gasta en vicios. “No soy de tomar ni de fumar ni de quemar mi dinero. Lo agarro y lo junto. Con lo poco que el gobierno nos da, lo sabemos administrar.”

La pesca, para don Alfredo, fue escuela, sustento y una pasión que ahora recuerda con calma, pero no sin una crítica firme al presente: “San Felipe era un lugar de mero. Hoy ya casi no hay nada. Hoy nadie come mero acá.”


II. “Ahora da mucha tela”: don Ramiro y el mar que ya no es el mismo

¿Por qué los viejos se despiertan tan temprano? 

¿Será para tener un día más largo?

A sus 86 años, don Ramiro todavía tiene la voz firme para recordar las rutas del pasado. Vivió toda su vida en Río Lagartos y aunque se inició en el campo, como muchos, el mar terminó por adoptarlo. “Tenía dos ranchos mi papá, pero me casé con la hija de un pescador. Me llevaban a pescar y me empezó a gustar.”

Comenzó a los veinte años, cuando no había motores fuera de borda. Adaptaban viejos motores a las lanchas de madera. Así cruzaban por San Felipe, antes de que existiera el dragado actual. “Era más la tardanza para salir al mar que las horas en la pesca misma”, recuerda. Pero valía la pena: “En dos horas llenábamos los alijos de mero. Entonces sí había.”

Don Ramiro no fue buzo, pero sus hijos sí. Son tres varones, todos dedicados a la pesca. Tienen sus propias lanchas, estacionadas en el solar familiar, a la orilla de la ría. Pescan con red, bucean langosta, trabajan con el mar como lo hizo su padre, aunque ahora bajo otras condiciones.

“Hace cinco años me pensioné”, dice, con cierto alivio. El Seguro Social lo jubiló a través de su cooperativa pesquera. Recibió un monto único de 35 mil pesos y desde entonces vive de su pensión y de los apoyos por veda y bienestar. “Mientras uno esté vivo, llegan los apoyos.”

En la cooperativa “Manuel Cepeda Peraza” de Río Lagartos, 35 de sus 200 integrantes tienen más de 60 años. Lejos de estar jubilados, la mayoría sigue saliendo a pescar o participa en tareas clave como el fileteo, la venta, la vigilancia o la administración. “Es 100% común, porque toda su vida han sido pescadores y ese es su único trabajo”, afirma Rommel Alcocer Díaz, uno de los integrantes con más experiencia de la cooperativa. La permanencia de los pescadores mayores en el ciclo productivo responde a su vocación y también a la necesidad: muchos no cuentan con otras fuentes de ingreso más allá de apoyos públicos o comunitarios.

Según Alcocer, todos los socios mayores de 60 años de su cooperativa cuentan con pensión del IMSS y, además, cuando se retiran tras más de 30 años como socios activos, reciben un bono que asciende a 7 mil pesos por cada año de antigüedad. También acceden a apoyos económicos como el de la veda y el Bienpesca. Más allá de lo económico, su rol dentro de la organización se mantiene activo: “Aportan mucha experiencia, se les reconoce, tienen roles de liderazgo, comparten sus conocimientos y vivencias”. En un sector históricamente basado en la práctica, esta mentoría es clave para la continuidad del oficio.

El mar sigue llamando a don Ramiro. “Sí lo extraño. Pero el seguro no se hace responsable si algo pasa. Por eso ya no salgo.” Tampoco lo necesita. Sabe que sus hijos heredaron su vocación y su esfuerzo. No todo es nostalgia. También hay crítica y desencanto. “Antes ibas a pescar por gusto, por emoción. Ahora da mucha tela.” En sus tiempos, el mero que no pesara al menos kilo y medio se regresaba al agua. Hoy se trae “lo que sea”. 

Recuerda la abundancia como si fuera ayer: “Pescábamos chernas, meros grandes, langostas, hasta las redes se reventaban del peso del cardumen”. Hoy, dice, tiran redes y “ya ni cosa sacan”.

Pese a todo, no se arrepiente de haberse alejado del campo para abrazar la pesca. “Estaba más divertido. Veías dinero a diario.” Para él, el mar fue escuela, trabajo y familia. Sus nietos crecen viendo las lanchas en el patio. Y aunque los jóvenes de ahora enfrentan más dificultades, no hay muchas otras opciones. “No hay otra cosa que hacer. Tienen que ir, aunque sea por lo poco que traigan.”


III. “La pesca nos permitió hacernos de un patrimonio”

“Quizás no debería haber sido pescador, pensó. 

Pero para eso nací”

A sus 66 años, Aura María Cortez Almeyda es una figura excepcional en Celestún: una de las pocas mujeres registradas en el padrón de pescadores del estado de Yucatán y, además, una de las más veteranas. Su historia es la de una mujer que decidió, junto con su pareja, hacer de la pesca su vida entera. “Queríamos ser alguien en la vida”, recuerda. Y lo lograron.

Durante varias décadas, Aura se levantó de madrugada para salir al mar. Participaba activamente en el armado de redes, en la clasificación del producto y en la venta. No era ayudanta ni observadora: trabajaba a la par, con la misma responsabilidad.

Pescaban camarón, jaiba, pulpo. Ella iba a la ría, su pareja al mar. Juntos tejieron una rutina y un modo de vida. “Todo lo que tenemos es gracias a la pesca”, dice, con la seguridad de quien no olvida sus orígenes. Su historia no fue sencilla. Mientras criaba a sus tres hijos, Aura combinaba los cuidados del hogar con las jornadas en el mar, en las bodegas o pendiente de que el producto llegará a ciudades tan lejanas como Guadalajara, Monterrey y Tijuana.

Su vínculo directo con el mar se interrumpió cuando le detectaron pancreatitis a los 50 años. Desde entonces ya no pesca, pero no ha dejado de estar presente. Apoya con la clasificación de producto, atiende la bodega, coordina embarques y comparte sus conocimientos con otras mujeres y con su propia familia. Una de sus nietas, de apenas tres años, ya sigue sus pasos. “Ella clasifica pulpo a sus tres años. Nos ayuda y le encanta”.

En un gremio mayoritariamente masculino, Doña Aura logró que se le reconociera su participación y estar en el padrón de pescadores. No obstante, sabe que la mayoría de los hombres prefieren mantener a las mujeres fuera del negocio. Ella, en cambio, cree que ese legado debe compartirse en casa y con las nuevas generaciones.

Gina Villagómez plantea que las mujeres mayores que han sido pescadoras o esposas de pescadores viven una discriminación interseccional: “Ser mujer, maya y mayor en un pueblo es tener cuatro infiernos interseccionados”. Son quienes han cuidado, apoyado y trabajado junto a sus esposos, pero rara vez son reconocidas en los padrones o como titulares de saberes del mar.

Con raíces en Champotón, Campeche, y décadas de residencia en Celestún, Aura María representa una forma distinta de estar en el mar: con constancia, orgullo y conciencia de lo que significa haber abierto un camino. “Extraño el mar. No es lo mismo estar acá, a la orilla. Pero sigo cerca”.


IV. “Y el viejo seguía soñando con los leones”

“El hombre no está hecho para la derrota. 

Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado.” 

En Dzilam de Bravo, basta preguntar por “La Gorda” para que alguien señale una silla en la acera, frente a la clínica del Seguro Social. Ahí, cada tarde, se sienta Cándido Candelario Calderón, nacido el 2 de febrero de 1937 en Holbox, Quintana Roo. Su nombre completo, de sonoridad potente, aparece con orgullo en el padrón estatal de pescadores 2025. Tiene 88 años y lleva 75 viviendo en el puerto de Dzemul, los mismos que lleva pescando.

Don Cándido llegó a Dzilam a los 14 años, cuando su padre decidió mudarse buscando un mejor horizonte. Allá, en Holbox, “no había nada”, recuerda. Aquí, en cambio, todo era movimiento. Desde entonces no se ha ido. Aquí se casó, tuvo ocho hijos, cuatro varones, y todos ellos fueron pescadores. Aún hoy, a sus casi 89 años, sigue saliendo al mar con uno de sus hijos cuando se puede, aunque admite que ya no con la misma frecuencia: “La última vez fue hace unas semanas”.

Aún lo recuerda todo: las nueve brazas de profundidad, los tiburones atrapados con anzuelo, la pesca de langosta “a puro pulmón”, sin compresor, bajando hasta donde alcanzaba el aliento. “Matabas dos o tres y los dejabas ahí, bajabas otra vez y los subías”. En una de esas inmersiones se topó con un tiburón gato que lo hizo abortar la misión. En otra ocasión, cayó al agua y fue su hijo, apenas adolescente, quien maniobró la lancha para rescatarlo.

A lo largo de su vida, Don Cándido también trabajó en congeladoras y compañías pesqueras, ayudando a filetear, a empacar, a cargar producto rumbo al mercado de Mérida. Pero su vocación fue siempre la pesca. Hoy dice con tristeza que ya no es como antes: “Antes ibas y pescabas mero, canané, carita, de todo. Hoy, ni para comer se saca”.

Cada mañana se reúne con otros veteranos del mar en el parque, donde rememoran las hazañas del pasado, los peligros, las aventuras, los compañeros que ya no están. Sentado frente al mar, a unos pasos de su casa, Don Cándido mira el horizonte. El cuerpo ya no aguanta como antes, pero su memoria y su amor por la pesca siguen tan vivos como cuando era adolescente. “Tengo pulmón”, dice con orgullo.

V. “Porque soñaba con ir muy lejos”

“Puede que no sea tan fuerte como creo,

 pero conozco muchos trucos y tengo resolución.” 

Don Aurelio Ortiz Chay, mejor conocido como “Pescado”, nació y creció en Celestún. Desde los 12 años empezó a pescar, y no dejó de hacerlo hasta los 76, cuando su vista y dos operaciones le impidieron continuar. Durante más de seis décadas, Don Aurelio fue testigo de la transformación del mar y del oficio. De joven, pescaba de todo: robalo, corvina, tiburón, charal, sardina, lo que la temporada ofreciera.

Salía con otros y también solo. “Me iba hasta solo a pescar. Ponía mi lamparita y listo, con tranquilidad”, dice. La pesca era parte de su rutina, de su libertad, de su identidad. Hoy, desde casa, lo sigue sintiendo como algo que le pertenece. Extraña el mar, sí, pero más aún el ritmo de vida que le daba. “Claro que me dan ganas de ir. Hasta les explico a mis hijos. Pero ahorita ya no hay. El buceo ya acabó con todo aquí en la orilla”.

Su testimonio confirma una constante entre los pescadores más veteranos: la percepción de un declive ecológico acelerado, asociado a nuevas prácticas como el buceo con químicos, que alteran el comportamiento de especies como el pulpo y el pepino de mar. También menciona la violencia en el mar. “Ahorita no puede salir uno porque te roban todo. Te roban la red, te roban el motor, te amenazan de muerte”.

A sus 88 años, Don Aurelio no ve. La oftalmóloga le dijo que su problema de cataratas ya está demasiado avanzado para operarse. Por ahora depende del apoyo de sus hijos, todos pescadores que aún viven en Celestún, y de la pensión del Bienestar. “Ellos me dan y la pensión, pero se va en medicinas. En el centro de salud no hay nada. Mi esposa tiene azúcar alta, yo gasto en pastillas para la vista. Ahí se va todo”.

En contraste con su generación, sus hijos deben alejarse hasta 20 o 30 millas náuticas para encontrar algo que valga la pena pescar. Él, en cambio, recuerda que cuando iba en lancha a vela, lo más que llegaban era a 12 brazas, y si la calma los atrapaba, amanecían en altamar.

No buceó. Nunca lo necesitó. “Pura pesca”, dice. Le basta con recordar su infancia entre copos de costal en la orilla, pescando charalitos o sardinas. Era otra época. Otra costa. Otro mar. Cuando se le pregunta si volvería a dedicarse a la pesca, responde sin titubeos: “¡Ma! Sería bueno. Claro que me dan ganas, pero en esta vida no regresa uno”.

VI. Don Galo: el mar en la memoria y en los huesos

“Odio los calambres”, pensó. 

“Es una traición al propio cuerpo”.

Con 79 años, Galo Ambrocio Aké es uno de los muchos rostros que reflejan la transformación silenciosa de la pesca en la costa yucateca. Nació en Dzemul, el municipio costero con mayor promedio de edad de toda la franja litoral: 56.8 años. Aunque ahora ya no sale mucho a altamar, Don Galo sigue viviendo de lo que el mar le dio, su pensión como ejidatario, la pensión del Bienestar para personas mayores y el apoyo que todavía recibe por estar en el padrón de pescadores.

Su historia no está anclada a un solo puerto. Durante décadas pescó en El Cuyo, en Progreso y en su natal Dzemul. Aprendió en las charcas de salinas, luego viajó en embarcaciones más grandes. Nunca aprendió a nadar, pero sobrevivió a una caída gracias a que logró aferrarse a una rampa en plena noche, mientras pescaba en altamar. “A mí me gusta la pesca, pero no me dejan salir”, cuenta entre risas, refiriéndose a su familia, preocupada por su salud desde que enfermó de Covid-19.

Don Galo recuerda cómo se pescaba mero con línea de palangre y hasta 100 anzuelos, cómo fondeaban y cómo los grandes ejemplares daban señales en la línea. “Ahora ya casi no hay mero”, dice con resignación, “se van hasta por Isla Contoy para buscarlo”. Aunque se ha alejado del mar, no deja de añorarlo. “Está bonito... ahorita se está ganando”, comenta, refiriéndose a los pescadores que salieron en viaje y regresaron con más de 500 kilos de pulpo. Uno de sus hijos tiene su propio barco y es patrón, otro viaja a Progreso. El mar sigue estando en la familia.


Epílogo

“Nadie debería estar solo en su vejez”. 

Los testimonios recogidos coinciden en un mismo lamento: el mar ya no es el mismo. Hay menos pesca, más riesgo, más gasto, más competencia, más contaminación. Los métodos tradicionales se ven desplazados por técnicas invasivas o depredadoras, como el buceo con químicos. La pesca artesanal, que alguna vez fue suficiente para alimentar a una familia y sostener una comunidad, se ha convertido en una actividad incierta, frágil y solitaria.

Don Alfredo, en San Felipe, lo dijo con resignación: “Antes te alcanzaba con poquito. Hoy aunque lleves bastante, no alcanza.”

Doña Aura María, en Celestún, resiste todavía, aferrada a la vida del mar, pero advierte: “La pesca ya no es lo que era, está más ruda. Una tiene que ingeniárselas.”

Don Perfecto y Don Ramiro, en Río Lagartos, comparan el presente con el pasado y siempre gana la nostalgia.

Don Aurelio, a sus 88 años, lo resume sin rabia pero con verdad: “El buceo ya acabó con todo aquí en la orilla. Pero me dan ganas de volver.”

Y sin embargo, todos siguen conectados al mar. Algunos desde la costa, otros a través de sus hijos e hijas. Algunos aún salen cuando pueden. Otros ya no ven, pero recuerdan cada canal, cada corriente, cada luna y cada señal del agua.

En un mundo que enfrenta una crisis ecológica global, el caso de Yucatán no es aislado, pero sí especialmente valioso. Aquí, miles de personas han vivido del mar durante generaciones. No sólo como actividad económica, sino como forma de vida, como cultura y vínculo social. Y entre ellas, al menos una cuarta parte de los pescadores tiene más de 60 años. Es una generación que sabe cuándo salir según el viento, qué cebo conviene en qué mes, dónde anidan las especies, cuándo el agua “revienta” y cuándo es tiempo de dar descanso.

A pesar de cierto abandono institucional, de la falta de pensiones específicas, de los programas que los excluyen o de los sistemas de salud que llegan tarde o nunca, no han soltado el hilo que los une al litoral.

Más allá de las carencias, Villagómez advierte que los pescadores mayores portan “saberes culturales, prácticos y ancestrales” sobre el mar, las especies, los vientos, las mareas, los ritmos naturales. Sin embargo, al ser considerados como “no productivos”, sus conocimientos son ignorados, a diferencia de otros sectores donde se respeta la experiencia de los mayores. Rescatar estos saberes puede ser una herramienta concreta para diseñar políticas costeras con enfoque comunitario, sostenibilidad real y dignidad intergeneracional.

Recuperar el mar no será posible sin escuchar a quienes lo han habitado por generaciones. En lugar de relegarlos, deberíamos escucharlos. Incluirlos. Aprender de ellos. Vincular su saber a programas comunitarios, escuelas del mar, brigadas de vigilancia, monitoreos ecológicos, centros de interpretación costera. El mar que nos queda podría ser el mar que regrese, si sabemos aprender de quienes aún lo esperan desde la orilla.



Edición: Fernando Sierra


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