Opinión
                                  
                                    Felipe Escalante Tió
                                    30/10/2025 | Mérida, Yucatán
                                    
                                  Cada generación tiene el privilegio de atestiguar los grandes cambios de su época, y algunos presumen haber transitado por varias transformaciones. Desde quienes vieron cómo los aparatos refrigeradores ingresaron a las casas a quienes ahora ven que estos funcionan con Internet embebido; están los que observaron la cocina en hornillas y hoy cuentan con una estufa de inducción (¡eso sí que es privilegio!), o quienes aprendieron taquigrafía o a escribir en una máquina mecánica pero ahora lo hacen en una computadora o en su teléfono inteligente.
Señales de los tiempos, dirán. Pero también hay cambios mayores, que no se relacionan tanto con la tecnología, sino con el espíritu que anima el modo de llevar a cabo una actividad. A finales del siglo XIX, en el mundo cambiaba el paradigma de cómo debía realizarse el periodismo, lo que condujo a una era en la que surgieron los diarios y los grandes tirajes gracias a la invención de las prensas rotativas y los linotipos, pero también porque las comunicaciones se aceleraron gracias al ferrocarril, el teléfono y el telégrafo.
Sobre esta última invención, hoy prácticamente en desuso, se ha escrito poco en cuanto a su importancia para la comunicación. En el diario El Eco del Comercio correspondiente al 20 de mayo de 1897, se encuentra un editorial que hace las veces de mensaje a las autoridades, titulado “El Eco del Comercio, el periodismo moderno y el telégrafo”, en el cual se busca llamar la atención acerca de la necesidad para los periódicos de contar con acceso preferente a este servicio.
El texto inicia comentando las diferencias en el manejo del servicio pues, por un lado, el gobierno nacional había establecido tarifas distintas, favoreciendo a los periódicos, pero por otro los gobiernos locales de algunos estados, no acordaban esta preferencia que “no es solo provechosa a las empresas periodísticas, sino al público, a los lectores, a las diferentes clases sociales que se suscriben y sostienen los periódicos, como reguladores de los hechos que acontecen, y cuyo conocimiento importa ya por intereses mercantiles, cuando por afecciones de familia o personales, así como por otras causas diferentes”. 
La preocupación por las tarifas obedecía precisamente a la intención de convertirse en un periódico moderno. En 1897, El Eco tenía como competidor a La Revista de Mérida. Ambos se publicaban tres días a la semana aunque en distintos momentos habían intentado convertirse en diarios. Por supuesto, para conseguirlo dependían de que existiera la demanda, el público lector que quisiera enterarse de los acontecimientos más importantes del día.
Esto implicaba un cambio de paradigma, que ya aparecía enunciado en el artículo: “El periodismo moderno ha entrado francamente en una evolución en que el noticierismo es el que da colorido, alma, por decirlo así, al periódico más solicitado, al que se impone con una amplia circulación y una larga existencia”. Esto era renunciar a las publicaciones en las que pesaba más la opinión que la exposición de hechos, y así ampliaba El Eco: “Los artículos doctrinarios tienen ya su lugar: el libro y el folleto”.
Esa especialización de los diarios por dar las noticias, abundaba, dio pie al surgimiento de periódicos especializados en el conocimiento de distintas materias, “de suyo árido y demasiado substancial, no se amalgama con la noticia fría, descarnada y sin comentarios, que es el ideal de los diaristas de la época presente”.
Y remataba con la visión del periódico que se buscaba con el cambio de época: “El periódico del día debe traer al comerciante los informes de precios de los mercados más remotos, de la demanda de los artículos, de las existencias en los centros de consumo y producción, para que así regularice sus operaciones; al industrial, los adelantos conseguidos en las instalaciones de la índole y género que él explota; al médico los descubrimientos de su ciencia en sus diversas manifestaciones; al abogado, los fallos notables en la jurisprudencia civil y criminal; al agricultor, lo que a su especulación atañe; lo mismo al minero, al artesano, y en general a todos en su ramo especial, dejando al libro y a las publicaciones especialistas y doctrinarias, el estudio y la polémica de los tratamientos, de las disertaciones en el sentido didáctico y científico”. 
Y para lograr conseguir esa información, y ofrecerla de manera balanceada se requería del telégrafo, que debía ser “un elemento ineludible, principal y eficacísimo con la enunciada evolución”. Pero para rematar, el periódico reclamaba: “El Eco del Comercio, acogido a las tarifas diferenciales de los telégrafos federales, tiene a diario información del exterior e interior de la República y se encuentra con el obstáculo del alto precio en la transmisión de los mensajes en el interior del Estado, para completar sus noticias”, lo que producía que tuviera más información de México o del extranjero que de Yucatán.
Lo que es innegable es que los periodistas de esa época tenían en claro que debían ofrecer información confiable y verificada a sus lectores, y aunque el fenómeno de las fake news o los ánimos de hacer predicciones también estuvieron presentes, esto era asumido como un riesgo, sabiendo que no eran científicos y sí los animaba “la tempestad de un acontecimiento sensacional cuya memoria se va apagando con el transcurso de los días”. En otras palabras, también buscaban el like, pero expresado en los centavos que pagaban los lectores, pero monetizar es tema de otras notas…. y otros medios de comunicación.
Edición: Estefanía Cardeña