Los meridanos siempre presumimos de la calidad de vida de nuestra ciudad comparada con otras metrópolis del país; sin embargo, no podemos negar que el talón de Aquiles de nuestra querida Mérida es el transporte.
Transporte complicado, en autobuses y colectivos deteriorados. Transporte que roba tiempo porque siempre hay que viajar al centro de la ciudad -al congestionado centro histórico- para realizar cualquier transbordo. Transporte caro, pues en promedio todo mundo debe tomar dos camiones para llegar a su destino y dos más para regresar a casa, por rutas que siempre buscan el primer cuadro.
Transporte peligroso, pues trágicamente la zona que es más densamente caminada por los meridanos, el área comercial popular -de nuevo en el centro, y ya parece redundancia- es la que más amontona vehículos enormes para calles estrechas y banquetas minúsculas, sucias y rotas.
Transporte que crea casi castas sociales, pues en el centro histórico -y ya parece disco rayado- la gente de ingresos modestos debe esperar camiones en largas colas, colectivos suburbanos o intermunicipales en estacionamientos improvisados, todo -de nuevo- en banquetas mínimas, sin sombra, sin baños, sin espacios y sin oportunidad de sanas distancias.
El transporte meridano tiene muchos retos, pero toda la problemática de sustentabilidad urbana y dignidad del usuario se refleja de forma más aguda en el centro histórico. La zona del comercio popular, donde cientos de miles -casi todos trabajadores y muchos de sangre indígena- pasan a diario, compran, comen, buscan y hacen cola es también la zona de mayor indignidad urbana.
Donde más se compra y camina en Mérida, de forma absurda la banqueta es traicionera para el que carga bolsas, los espacios estrechos para quienes necesitan reactivar la economía y las calles peligrosas para quienes siempre tienen el tiempo y el dinero contado. Esa realidad ha sido una crisis en cámara lenta que había sido posible ignorar, hasta que llegó el nuevo coronavirus.
Sí, la pandemia del COVID-19 bien pudiera ser la gota que derramó el vaso de una lógica de movilidad y espacios peatonales en el centro que era ya trágica y peligrosa, no nos cansamos de repetir esos adjetivos.
Frente a todas las lágrimas que nos ha dejado el coronavirus, pareciera que es posible que nos deje un mejor horizonte en el centro histórico, sus calles, banquetas y camiones. Tal vez, si el plan que se ha propuesto para reorganizar la dinámica de movilidad y comercio en el primer cuadro se implementa en serio -sin que quede en el papel de las buenas intenciones o sea renegociado hasta que pierda forma- tendremos un espacio digno para los meridanos que más lo usan, que son en muchos otros frentes sociales y económicos los olvidados y los marginados de siempre.
Sí, reordenar el centro en sus áreas vivas, las comerciales, las de transbordo de las colonias y municipios, las que están más allá de la calle 63, es un acto de justicia social, es pensar más allá del Norte de la ciudad y de la metrópoli inmobiliaria, para pensar en quienes trabajan durísimo para construirla, darle servicios y hacerla funcionar tras las fachadas y doradas bambalinas.
Un centro que ofrezca oportunidades para cuidar la salud, la seguridad, la sustentabilidad y tenga sentido de solidaridad con sus usuarios verdaderamente meridanos y cotidianos podrá aspirar a ser un centro vivo y justo. Ya era un tema de deuda social llevar la lógica de nueva urbanidad a los sectores mayoritarios, no sólo a la imagen urbana para turistas o para quien tiene buenos bolsillos.
Ojalá el plan se ejecute y no se quede corto, porque se van a tocar muchos intereses e inercias que quieren que todo siga igual, sin darse cuenta que, el centro como está, sólo profundiza brechas y crueles contrastes sociales: con una Mérida funcional para quien puede pagar y una Mérida hacinada, insalubre y peligrosa para quien trabaja para obtener un ingreso que apenas alcanza. Una Mérida de arte y hoteles boutiques conviviendo a unos metros de la estrechez, la aglomeración y espacios rebasados en todo sentido, no es una receta viable para mantener una sociedad funcional y con paz.
Esperemos que sea cierto y pronto veamos a la familia trabajadora que llega en autobús al centro histórico a hacer su compras, caminando por banquetas dignas y anchas, con sombras que disfrutar, con mayor espacios para cuidar su salud y seguridad, sin arriesgarse en colas absurdamente largas, sin perder su tiempo que es trabajo y, sobre todo, sintiendo que Mérida por fin se acordó de ellos y de los espacios que para son vitales en su rutina diaria. Ya veremos si esta vez las promesas se concretan y tenemos el centro que las mayorías nos merecemos.
*El papel arde a los 233 grados centígrados, tal como lo hace en la inmortal novela de Ray Bradbury, Fahrenheit 451.
Edición: Elsa Torres
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