La justicia perdió un aliado. El abogado Luis Edwin Mugarte Guerrero se nos adelantó el pasado sábado 5 de septiembre, 21 días después de su ingreso a una clínica privada. La lucha contra el COVID-19 fue intensa, él quería vivir, tenía muchos pendientes, quería a muchas personas, muchos lo queríamos aquí; sin embargo, la vida es así de simple, así de complicada. Nos priva de personas llenas de luz y de generosidad, la parca se los lleva y nos deja con esa extraña sensación de oscuridad, esa eterna pregunta: ¿por qué se van las buenas personas?
El juez Mugarte tenía apenas 46 años de edad, amén de estar casado con su profesión a la que defendía con coraje, honor y vergüenza. Era un gran ser humano dispuesto a la ayuda colectiva.
Lo recuerdo ante enormes auditorios llenos de jóvenes confundidos sobre si el derecho era su mejor elección, aparecía en escena Luis Edwin Mugarte: silencio total. “¿Ya me vieron bien? Sí, estoy feo, ¿ya podemos empezar?” Se desataba la risa colectiva, los chicos estaban en el ánimo y cariño del juez, podía tardar horas charlando con ellos; al final lo llenaban de preguntas, lo querían volver a escuchar.
Seguido tomábamos café, conversábamos por teléfono, vivía preguntándole tantas cosas, no sólo de su especialidad, sino también del sentido común. Yo le decía que nos parecíamos en algo: ambos veníamos de menos cero, competíamos sobre quién tuvo la infancia más fregada. Me ganó y por buen tramo. La enorme diferencia era que Mugarte tenía mucho coraje, su madre Noemí Guerrero Canché, una humilde vendedora de tianguis, le inculcó un profundo apego al sacrificio: “Si quieres algo, ve por ello, pero hazlo con todas tus fuerzas, no le hagas perder el tiempo a la gente que quiere ayudarte”. Así, el adolescente Mugarte caminó desde el sur de Mérida hasta la Preparatoria Uno de la UADY, se ganaba una torta haciéndoles la tarea a los más pudientes del salón y, mientras ellos jugaban, él les quitaba los libros para estudiar (tenía tan poco tiempo para hacerlo), aprendió como nadie a leer por encimita de las letras, a vuelo de pájaro, poseía una mente tan privilegiada que no hacía falta más para aprobar cada examen; así se ganó el respeto y el cariño de todos.
A su madre, Noemí, le dedicaba las más dulces palabras, ella era la única que podía regañarlo y con cierta frecuencia lo hacía, sobre todo cuando lo nombraron juez por méritos propios. Dijo que corrió a contarle la noticia a su madre, “!Por fin mamá, ya no tendrás que lavar ajeno, ni vender en los tianguis! ¡Mamita, lo hemos logrado, ya soy juez!”, a lo que ella respondió: “¿Ah, te avergüenzas de mi?” Allí Mugarte comprendió el valor de la humildad. Así, con regular frecuencia se le veía los domingos vendiendo alpargatas en uno de los tianguis meridanos; algunos malevos pensaban: ¿Cómo es posible que un juez ande en la informalidad?
Hablaba como Zaratustra
No he conocido a nadie como Mugarte, con tanta fe en el Sistema de Justicia Penal, Acusatorio y Oral de Yucatán; creía que el derecho debe ser conocido por todos, difundido para que el pueblo supiera qué hacer. Mugarte conocía la ley en todos sus confines e interpretaciones, le bastaba una ojeada para citar de memoria párrafos completos; impartía los cursos de La Averiguación Previa, Teoría General del Proceso, Taller de Elaboración de Sentencias, así como las materias Derecho Penal y Derecho Procesal Penal y Derecho Mercantil.
Nos divertíamos mucho escuchando grabaciones de La Tremenda Corte; yo lo cotorreaba diciéndole que me sentiría muy cómodo siendo Tres Patines y Mugarte el tremendo juez. Dicha pasajera -me respondía-, porque después de la frase: “Tome nota, secretario”, venía la sentencia y Tres Patines siempre quedaba enjaulado en el castillo del príncipe.
Los casos más complicados se los mandaban al juez Mugarte. Durante buen tiempo se dio una suerte de castigo desde el Tribunal Superior de Justicia, lo criticaban por rebelde, no les gustaba su opinión en Radio Fórmula cada sábado. Desde esta tribuna radial fustigaba a otros a dejar el conformismo legal y meter las manos por tanta gente que se juzgaba y trataba de manera injusta, sólo por esa condición de humildad le enviaron bolas de fuego como el caso Emma Gabriela Molina Canto y resolvió en condenas. A mi parecer, los castigos del Tribunal eran los retos de Mugarte.
Se nos fue el amigo, se nos fue el juez
Tengo un grave presentimiento de que todo volverá a ser como antes. A no ser que su ejemplo haya valido la pena entre los cientos de jóvenes que aprendieron con él. Su hija, Hellen Mugarte, apunta en esa misma dirección.
Edición: Elsa Torres
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