de

del

Cuautitlán

Arte y pensamiento
Foto: Notimex

José Arnulfo Flores

 

“Todo el año parecemos coheteros, nomás pensando en la feria y llenándonos de pólvora la cabeza, para que a la hora de la hora, todas las ilusiones se nos ceben…” Juan José Arreola 

—Lo hice por la virgen de Guadalupe, por culpa de ella más bien. 

—Está usted loco, eso es una blasfemia. Tiene suerte de que esto sea un juzgado civil sino también lo excomulgaríamos. 

—Le voy a explicar todo señor juez. Dicen que Juan Diego, el ahora santo, nació en Cuautitlán y desde ahí caminaba hasta La Villa, en el siglo XVI y un par de veces se le apareció la virgen morena. Eso a mí no me consta ni voy a discutirlo con usted. Pero debería ver el relajo que se arma ahora en el pueblo cada doce de diciembre, día de la virgen de Guadalupe. ¡Santa Virgen con el desmadre! Y por favor no se escandalice con esa frase. Entendamos la palabra “madre” como el terreno por donde corre un río o arroyo, por consiguiente “desmadre” como el evento en el que algo toma un rumbo distinto al habitual. En el caso de las festividades guadalupanas digamos que el orden cotidiano sufre una desviación de considerables proporciones. 

Suenan tantos cohetes estallar que eso parece la tercera guerra mundial, el apocalipsis o al menos el final del reposo si es que alguien quería descansar. 

Yo no salgo a la calle en esa fecha. No desde la vez en que me cayó una paloma (explosivo de forma triangular, hecho con pólvora y papel periódico) en el ala del sombrero. El fuego recorrió la mecha en fracciones de segundo y el artefacto reventó estruendosamente muy cerca de mi oreja izquierda. No escucho igual desde ese día. Mi mujer no me cree, dice que finjo no oírla, que hago “como que la virgen me habla” para no hacerle caso.

Las pequeñas bombas que inundan mi vida de humo y violentos sonidos son fabricadas en un pueblo cercano, Tultepec, mismo que se ha hecho famoso por accidentes en los polvorines donde engendran esos objetos del demonio. Varios talleres de pirotecnia han volado por los cielos y ocupado unos minutos de aire en el noticiero televisivo de la noche. Incluso, hay un mercado especializado en estos artilugios. Ha habido un par de accidentes ahí también. Aunque el gobierno ha limitado gradualmente la venta y distribución de cohetes, este negocio no parece tener final. La industria del estallido es un pilar de la economía en esa población y detona muchos intereses. Sin ganas de redundar y por más obvio que parezca, solamente digo que pólvora y fuego no son cosas de juego.

Fue precisamente en un día de la virgen cuando decidí terminar con la industria de los cohetes. Estaba durmiendo cuando me despertó un tremendo golpe en la ventana. Pedazos de vidrio volaron por todo mi cuarto y la cortina comenzó a incendiarse. Tardé en reaccionar, estaba muy entorpecido por el sueño. Caí al suelo cuando quise ir corriendo por agua para apagar la lumbre. No sabía qué pasaba, pero cuando por fin apagué las llamas, encontré los restos de un cohetón en el suelo. Esa noche se me acabó la mecha.     

Primero pensé en comprar una pipa de agua y mojar todos los polvorines e inundar el mercado de cohetes, aunque luego no me pareció buena idea desperdiciar tanta agua. También me pasó por la cabeza explotarlo todo, pero descarté la idea de inmediato al considerar que alguien podría salir lastimado. Además, eso iba en contra de mi objetivo: que ya no estallen más cohetes. Hubiera sido como combatir la violencia con más violencia, bien sabemos que eso es el cuento de nunca acabar. Entonces se me ocurrió que la única alternativa era eliminar el problema desde la raíz. Por eso, señor juez, vine a la basílica a terminar con el culto a la virgen de Guadalupe. Quería echarle aguarrás al ayate para que la virgen se despintara, para ver si es pintura, para saber si es verdad. 

 —Tiene suerte de que lo agarráramos antes. Qué locura, la gente lo habría linchado.

 

Edición: Mirna Abreu


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