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Una noche de marzo de 1974 llegué al mágico taller de la 60 a platicar con el abuelo Gottdiener, como tantas y tantas tardes y noches pasadas ahí. Al llegar, lo encontré, como de costumbre, en febril actividad creadora; las rojas astillas de dura caoba saltaban hacia el suelo, y a cada golpe con la palma de la mano, el abuelo iba arrancando a la dura madera el alma que guardaba oculta en su interior. Figuras activas, en una cotidianidad familiar, iban surgiendo del seno de la caoba: las afanosas mujeres mayas que estaban entregadas a labores de su hogar; recios hombres, que en el campo yucateco, cortaban, chapeaban o leñaban, todos ellos en un concierto dinámico y al mismo tiempo familiar y tradicional. 

El abuelo poseía una fuente inagotable de personajes vivos para alimentar su obra creativa. En un gran arcón colonial, guardaba celosamente un enorme rollo de pedazos de papel de estraza en los que estaban plasmados, a lápiz, los personajes que había captado al vuelo, en su actividad cotidiana.

Enrique Gottdiener, antes de establecerse definitivamente en Yucatán, para convertir a Mérida en su hogar permanente, había tenido dos estancias previas; la primera, en las Jornadas de Alfabetización Vasconselistas, en 1921; y luego, en las Jornadas Culturales Cardenistas, en 1936, las cuales marcarían el inicio de su estancia definitiva entre nosotros. Gottdiener, era también un gran maestro de vocación y carrera. Fue fundador de la Escuela Secundaria Federal no. 1, junto con el periodista Octavio Novaro, que fue el primer director de la escuela, y Octavio Paz, que fue el primer secretario en la historia de esta importante institución educativa local. Gottdiener fue el titular de las clases de Historia Universal y de Historia de México. Muy justamente, la Secundaria Federal no. 2, en su turno vespertino, se llama “Enrique Gottdiener Soto”, para honrar su labor magisterial fecunda y memorable.

 

La sorpresa

Al llegar esa noche al taller, el abuelo me recibió con una sorpresa. “Compré dos cosas hoy por la mañana, y una de ellas la compré por ti”, me dijo; y con una amplia sonrisa, sacó dos objetos del cajón del banco de tallado. Uno, era una cabeza de marfil que representaba a un romano, de gesto adusto, mandíbulas trincadas y los ojos hundidos, sus sienes estaban ceñidas por una guirnalda de laureles. Era obvio que aquella cabeza había coronado en otros tiempos la larga vara de un bastón. El segundo objeto era un brillante tapón de oro, que también había sido el puño de otro bastón, el cual estaba decorado en estilo Art Deco. 

El abuelo me dijo: “Mira, lo compré porque tiene tu monograma”. Con asombro, comprobé que era verdad lo que el abuelo decía. “En el tinglado de atrás, tengo unas varillas largas de madera de ciricote”, dijo. El ciricote tiene una veta muy especial y muy bella, y además, tiene una dureza comparable con la del metal. “Apenas tenga tiempo, voy a tornear las varas para hacer de los dos puños, bastones completos”, me dijo Gottdiener. Y lo hizo. Al regresar otra noche, ahí en las bastoneras, en medio de la hermosa colección de bastones del abuelo, estaban el romano y el del puño de oro, en Art Deco, con mi monograma. Se veían tan bien ahí, entre los otros bastones, que nunca cruzó por mi mente llevarme mi bastón.

Años después, ya muerto el abuelo, nació en mí el deseo de tener conmigo el bastón que había hecho para mí. En un acto cultural, me encontré con su hija Elizabeth, y le dije: Bebeth, quisiera recuperar el bastón que el abuelo hizo para mí. Está en la bastonera del taller, entre todos los de la colección. Elizabeth me respondió: “Desde luego. Cuando vaya al taller lo tomo, lo traigo a mi casa y te aviso para que vengas por él”. 

Pasó algún tiempo, y me volví a encontrar con Elizabeth, en la presentación de un libro en la Escuela Modelo. Después del acto, pasamos al brindis en el corredor de la Escuela. Nos sentamos y Elizabeth me dijo con gran pesar: “¡Ay Ariel, te tengo una muy mala noticia. Fui al taller con las niñas, y nos encontramos con que varias cosas habían sido sustraídas de ahí, entre ellas, toda la colección de bastones”. La noticia me cayó como un baño de agua fría. Pensé: Ni manera, no estaba destinado que el bastón estuviera conmigo. Y me resigné a su pérdida.

El reencuentro 

Pasaron muchos años, el bastón del abuelo Gottdiner se había perdido, en mi conciencia ya no me acordaba de él. Una tarde de 2006, fui al Bazar “Anticuarios”, de mi gran amigo Carlos Villamil Solís, a platicar con él, y a disfrutar de una tacita de aromático café en su privado. Al entrar, procedí a sentarme, cuando de pronto, vi apoyados en la pared, cuatro bastones que en seguida reconocí. El alma me dio un vuelco, me paré de un brinco y dije: “¡Carlos, uno de esos bastones es mío! Ahí, frente a mis ojos, estaban cuatro bastones de los de la colección del abuelo Gottdiener”. Carlos Villamil abrió mucho los ojos y escuchó. Le fui describiendo uno a uno los bastones, pues los conocía perfectamente. Dije: “Este primero, de puño de marfil, es la cabeza de un romano, con las mandíbulas trincadas y los ojos hundidos, tiene su guirnalda de laureles. El segundo es de carey, tiene un puño que aparenta ser de oro, pero es de plata dorada, y tiene un pequeño agujero en un costado, tal vez por una caída. El tercero es de hueso la vara, y el puño de alabastro, están unidos por tres arillos de madera tallados en forma de corchados. Y el cuarto y último tiene la vara de ciricote y el puño de oro en Art Deco, y tiene mis iniciales”. Carlos Villamil se paró y procedió a revisar minuciosamente, uno a uno los bastones.

Terminada la revisión, Carlos dijo: “No lo puedo creer, tu descripción ha sido más que exacta, ni un detalle de los bastones dejaste pasar”. Ante mi asombro, Carlos fue hacia la pared, tomo el bastón de puño de oro en Art Deco, alargó el brazo y me dijo: “Es tuyo, no me cabe la menor duda, llévatelo”. Aquello, me pareció algo totalmente increíble y me hizo convencerme de que, cuando algo va a ser para ti, pase lo que pase, así será. 

El abuelo compró el puño con la voluntad de darme ese regalo, los hechos que vinieron luego arrebataron el bastón de mis manos y, treinta y dos años después, el bastón volvió a mis manos, como hasta hoy que lo tengo junto a una también rica colección de bastones antiguos, los cuales voy usando alternativamente. 

El caso del bastón del abuelo Gottdiener es increíble y maravilloso, y una de las más ricas memorias del Mágico Taller de la calle 60, el Taller del Abuelo Gottdiener.

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Edición: Laura Espejo


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