Hay seres a quienes los dioses dan la capacidad para predecir las catástrofes y, como siempre hacen los dioses que se burlan, en contrapartida, impiden que se les haga caso. Uno de ellos es Casandra, nos dice Élisabeth Filhol en Doggerland (Anagrama, 2020) y otro será Margaret, protagonista de esta novela.
Se trata de una historia de profundo desamor, cimentado en los silencios y los malos entendidos de un preciso momento que tendrán veinte largos años para convertirse en amargura. Una historia, pues, tan humana como lo pueden ser tantas otras pero trazada en un tiempo, un espacio y dos carreras excepcionales: ella, geóloga teórica fascinada por el lugar que fuera Doggerland, en el helado Mar del Norte; él, geólogo también pero entregado a hollar las profundidades de ese mismo mar para extraer petróleo.
Ella, por tanto, entregada a la investigación desinteresada; él, dedicado a la investigación para hacer dinero, mucho dinero, aunque tan volátil como el precio del barril en el mercado. Cada uno a su manera, heredero de la maldición de Casandra. Ambos son videntes de la catástrofe: él, la calla y la reformula para tranquilidad de los inversores; ella, la repite en alta voz pero nadie le hace caso.
En algún momento de la novela, Margaret habla sobre la desdichada vidente troyana: “Los dioses la transformaron en un pájaro de mal agüero. A base de predecir lo peor, se puso a todos sus contemporáneos en contra”. Alguien como nuestra contemporánea Greta Thunberg o como nuestro recientemente desaparecido y tan poco oído Mario Molina, premio Nobel que mereció homenajes pero no atención.
Pero hay otro personaje fundamental cuya respiración da el magnífico y terrible ritmo al relato. Un huracán en los mares del Norte, Xaver. Aunque no sea una persona como Margaret o como los otros personajes, Marc, Stephen y David o como la otra pareja que habitara Doggerland y llega para concluir con la novela al tiempo de abrir nuestra tragedia. Xaver no es una persona sino una catástrofe que, precisamente por su fuerza y su rabia reparadora, es que ha sido bautizado como una persona de nuestra especie para que se entienda que, aun cuando venga de muy al fondo, está en el mundo como uno de nosotros, sólo que es más brutalmente destructivo.
Al seguir a Teilhard, aprendí a comprender la pasión de los geólogos y de los paleontólogos que bien puede ser mística. Por eso mi entusiasmo al encontrar en Doggerland ese imaginario tan místico como científico de Margaret, y mi desazón al descubrirlo traicionado por Marc. Pero igual desazón en el espíritu causa otra opción sugerida por Élisabeth Filhol en Doggerland: “Ver, saber y, con la excusa de que no nos escucharán, quedarse de brazos cruzados”. Como cristiano, Teilhard fue un gran científico de la esperanza, pero no se detuvo a profetizar, entonces, cuánto habremos de perder en nuestro viaje hacia el ansiado Omega y de cuánto dolor seremos causantes.
Tampoco la novela entra en tales disquisiciones. Si aquel Doggerland que iba “desde Escocia hasta Dinamarca, desde Noruega hasta el Paso de Calais” que es, sin embargo “un territorio estructurador de Europa ausente”. Aquello “que ha sido olvidado pero tienen en común... una parte común de cultura heredada”.
Aquello ha desaparecido y, hoy, es hollado para extraer un petróleo que acabará con el medio ambiente desde el Mar del Norte hasta el Polo Sur que ya se derrite. Todo ello demuestra que, por causa de los hombres y las mujeres que detentan el poder en estas generaciones conscientes del geocidio, “al final todo o casi todo será destruido”.
Una novela dolorosa que nos increpa.
Edición: Laura Espejo
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