La base de la doctrina cristiana es la inclusión. La igualdad ante Dios. El deseo de ser parte de un grupo que arrope a todos, sin ninguna distinción. El papa Francisco ha colocado de nuevo esa idea en el corazón de la Iglesia Católica, al dejar clara su posición respecto a que las parejas del mismo sexo tienen derecho a una figura civil que los proteja cuando decidan formalizar su relación.
En México, la Suprema Corte de Justicia de la Nación, ha señalado -de forma categórica- que esa figura civil para formar y proteger una pareja es el matrimonio igualitario.
Ese gesto discreto, pero clarísimo de Francisco, es una llamada de atención a la actitud intolerante de cientos de actores sociales y políticos en la península de Yucatán; es un llamado para que muchos recuerden lo que significa ser cristiano y católico.
Es una invitación a actuar con generosidad y fraternidad hacia el prójimo y permitir que todos los mexicanos, en todo el territorio nacional, puedan tener derecho a participar de las garantías y responsabilidades que da el matrimonio civil.
El Papa ha demolido un muro que muchos estaban tratando de edificar para dejar en la precariedad jurídica al amor de quienes también, en palabras del pontífice, son “hijos de Dios”.
Desde el punto de vista católico, ya no habría argumentos morales para regatear, en esta península de Yucatán, un derecho civil con base en vernáculas e idiosincráticas interpretaciones religiosas. El matrimonio igualitario debe ser adoptado como una política pública de igualdad, de protección contra la discriminación y de verdadera sociedad incluyente (y cristiana).
Es interesante notar que Francisco arrebata la bandera de una supuesta altura moral a quienes querían hacer pasar a las comunidades católicas como comunidades amuralladas y juzgadoras de la vida privada y afectiva de otros. El pontífice ha dado nueva altura e impulso moral a quienes buscan desde la sociedad civil, la política pública o el trabajo legislativo reconocer más derechos y garantías a los que han sido discriminados, maltratados y marginados por el sentido de sus afectos y compañeros con los que desean compartir la vida.
Las declaraciones del Papa nos recuerdan que bienaventurados son los que han visto sus derechos familiares negados, porque de ellos es el matrimonio igualitario.
No podemos, como comunidad y colectividad peninsular, dejar que esos comentarios pasen en vano. Se debe abrir, especialmente en Yucatán, un espacio para la reflexión seria y la acción decidida y fraterna.
Quienes piden el matrimonio igualitario entienden que el matrimonio y la familia construyen lazos de afecto, amor e identidad que, casi siempre, duran más allá de la muerte y hacen que dos seres humanos sean mucho más que dos.
Porque así lo entienden, piden ser parte de ese estado de bienestar matrimonial. Negar esa oportunidad, cerrar esa puerta, sería ingrato. Sería violar un derecho humano esencial, sería decir que no todos podemos acceder -en unión de quien amamos- a un estado matrimonial y familiar sobre el que se han construido los mejores capítulos de la civilización. En ese marco, la posición de Francisco se vuelve clara y natural.
Es imposible, desde la postura del Papa, creer que el matrimonio civil deba ser un privilegio para unos y una puerta cerrada para otros. Los cristiano es abrir puertas, no cerrarlas.
Edición: Laura Espejo
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