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Misóginos al grito de guerra

Represión en Cancún genera preguntas válidas
Foto: Yazmín Ortega

Algo está pasando en territorio mexicano, en el Norte, en el Centro, en el Sur y, ahora, en el Sureste de playas turísticas. Hay evidencia para hacer pensar que la represión gubernamental ya erradicada en algunos ámbitos y esferas, sigue presente cuando se trata de callar la voz de la mujer.

¿Por qué los mismos policías que soportan estoicos muchas protestas políticas y económicas dejan libres sus peores impulsos cuando las que se expresan son las mujeres pidiendo esclarecer el asesinato de una joven? Vamos ¿Lo que ocurrió en Quintana Roo hubiera ocurrido si la marcha no hubiera sido feminista o para pedir justicia por Alexis? ¿Las marchas en el Ángel de la Independencia, el Paseo de la Reforma y en otras tantas ciudades hubieran tenido el mismo nivel de intensidad en la respuesta policíaca y condena mediática si no hubieran sido manifestaciones de mujeres?. Esas son preguntas válidas. 

No puede ser casual que la violencia de género, tan soterrada en nuestra sociedad, se exprese también en las fuerzas del orden. Vienen de la misma raíz machista. Por eso, para algunos policías es tan fácil pasar de las líneas y los escudos para controlar a manifestantes masculinos, a las macanas y los balazos de un orden paternalista y machista cuando se trata de expresiones femeninas.

Ellas que son maltratadas en lo privado, ¿por qué no serían igual de vejadas en lo público?. No podemos aceptar que lo que ocurrió en Cancún fue únicamente un error de protocolo, no podemos pensar que fue casualidad que ocurriera contra mujeres. Eso sería una cobardía y ser cortos de miras. Antes que una explicación política o partidista, es probable que estemos frente a algo más grave: una terrible expresión de la realidad social que los gobernantes deben asumir con una cruzada de renovación de la cultura cívica y no meras renuncias aquí y allá.

“A las mujeres hay que ponerlas en orden”, pareciera ser la consigna, y los balazos, que son impensables frente a otros, contra ellas son legítimos. Ese es el monstruo que se expresó en el tropical sureste, pero que existe en todo el territorio mexicano.

En todas las fotos que aparecen de policías disparando, casi lúdicamente, no se ven mujeres uniformadas. Son los machos imponiendo su orden, su fuerza, su ley. 

Es una gota que refleja una lucha cultural más profunda que simplonas fallas en las rutinas del trabajo policiaco o problemas en el mando único. ¡Qué casualidad que esto ocurre justo en la marcha de mujeres! Uno no puede dejar de pensar. Alguna causalidad profunda hay y ésa es la que hay que disectar.

Algo tiene la voz de la mujer que desquicia a las estructuras del poder. A la mujer no se le toca ni con el pétalo de una rosa si es sumisa y complaciente, pero si alza la voz y expresa su dignidad, entonces todo se vale en la recámara, la casa, la familia, la calle y, obvio, la plaza pública. Las llaman “feminazis” y nadie dice que ese adjetivo es parte del discurso del odio y el ultraje; hasta eso queda impune.

Algo sigue existiendo en la cultura cívica mexicana que se aterra con la mujer que se pone de pie, alza la voz y reclama.

Muchos, miles, millones, siguen pensando que la mujer sólo merece respeto y puede estar segura cuando es comparsa.

Los policías a la carga disparando al aire, parecían más la caricatura cruel del más macho de los mexicanos, casi en el traje del peor charro “recordándoles” cuál es su lugar. Octavio Paz hubiera podido escribir un capítulo más de su Laberinto de la Soledad y la tenebrosa identidad mexicana, con las imágenes que vimos en Cancún.

No caigamos en la trampa de creer que el árbol podrido que vimos en Cancún es el problema, porque ese es tan solo un árbol en medio un bosque negro que cubre todo el país y todos los espacios socioeconómicos como una mancha vergonzosa.

Son muchos los que no quieren ver a las mujeres pintando una raya que las despierte y las dignifique; por ello -como energúmenos- se lanzan contra ellas, y sólo contra ellas, como misóginos al grito de guerra. No compremos soluciones fáciles.

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Edición: Ana Ordaz


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