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Foto: Jon Glassberg /Louder than 11

La violencia contra la mujer ocurre porque es posible que ocurra, ese es el veneno real. Los atropellos contra el género femenino existen porque existen enormes desequilibrios en las condiciones económicas, sociales y culturales que lo permiten. La violencia, tristemente, se hace patente, casi siempre, desde quienes tienen poder hacia quienes no lo tienen o tienen menos. Esa es la ecuación cruda y brutal que se alinea contra la mujer. 

Rara vez escucharemos de violencia hacia un hombre (blanco), poderoso, rico y residente tradicional de su país o región. Sin embargo, la violencia contra la mujer (no blanca), pobre y migrante, es básicamente la regla. Sin perder esperanza en el alma humana, no podemos dejar de atender las realidades de fondo: mientras la mujer no mejore sus condiciones de poder en la sociedad (se “empodere”, para usar esa nueva palabra), la violencia seguirá existiendo. Esa es la tragedia. 

Así, la violencia contra la mujer existe en muchos lados y todo el tiempo, no sólo contra las que son violentadas de forma física y patente; en realidad vivimos en una sociedad violenta de forma sorda y constante contra el género femenino. La violencia está en todos lados, incluso en actos que parecieran ser producto del cariño y la supuesta protección.

Por ejemplo, la violencia contra la mujer existe entre los padres (papá y mamá) que dan preferencia en la educación a los niños, sobre las niñas. La violencia prevalece entre los padres que impulsan a sus hijos varones para formarse en universidades de excelencia lejos de su comunidad, pero insisten en que la hija se quede para poder protegerla y que no corra supuestos riesgos. 

La violencia existe cuando la mujer no puede separarse o divorciarse por razones patrimoniales, o cuando tuvo que sacrificar la posibilidad de una carrera profesional para ser ama de casa y ahora nadie le permite reintegrarse al mercado laboral. Ser rehén de una familia violenta es un acto de ultra-violencia.

La violencia contra la mujer se siembra cuando se limitan, en el estereotipo, los empleos y espacios laborales, creativos y recreativos que puede tener. La violencia prevalece cuando a una mujer se le condena a una carrera salarial menor que el hombre, o cuando por el mismo trabajo o hazaña deportiva se le paga y publicita menos. 

Cada vez que se acotan las posibilidades de una mujer para tener una educación de calidad, un ingreso digno que le dé independencia y se le quiere restringir a funciones domésticas no-asalariadas, se ejerce violencia y se siembra violencia. En ese sentido, para erradicar la violencia contra la mujer no basta la denuncia o la condena pública, hay que cambiar las condiciones estructurales que la ponen en desventaja en títulos, recursos y libertad individual. 

La mujer necesita empoderarse de tal forma que la violencia de género no sólo sea deleznable, sino imposible y necia en términos prácticos. Los poderosos en la estructura social siempre tendrán la tentación de ejercer la violencia contra los débiles en el arreglo comunitario. La situación de debilidad social de la mujer no tiene una sola base objetiva, es una herencia cultural amplia que hay que repudiar. 

¿Quién, en términos prácticos, se animaría a levantar la mano contra una hija, esposa, amiga, compañera o colega en igualdad de condiciones de poder económico, profesional y social? La realidad es que nadie cuerdo. 

Ese es precisamente el reto enorme: no podemos convertir la erradicación de la violencia contra la mujer en un acto de caridad cultural o moral que los hombres empoderados otorguen graciosamente en una sociedad construida por y para ellos, las cosas no funcionan así. Ya lo dijo Isabel Allende sin cortapisas: “hasta el hombre más miserable tiene una mujer a la cual mandar”, esa es la relación de poder que urge romper. 

La violencia contra la mujer existe en todo acto social, económico y cultural que intente subordinarla o generar condiciones que perpetúen su subordinación. El subordinado siempre está en riesgo de ser violentado. Es necesario dar poder a la mujer en todas las esferas, para que la violencia repugnante termine. Pensar en otra solución es pedir al supremacista blanco que encuentre bondad en su corazón para no atentar contra el niño moreno y migrante, eso no es pedir soluciones, sino milagros. 

Todo eso apunta a ser realistas. La erradicación de la violencia contra la mujer, si empezamos hoy y en serio, tomará por lo menos una generación. Una generación entera para darle a la mujer las herramientas de poder para no permitir que alguien la atropelle o la veje. 

Sí, la violencia contra la mujer sólo será erradicada cuando la propia mujer -sí, la propia mujer- pueda garantizar el fin del ciclo, cuando esté en una posición de poder desde la que pueda hacerlo. ¿Quién se atreverá a levantar la mano contra una mujer con dinero en la cartera, prestigio profesional, patrimonio, presencia digital y si se puede… hasta con clases de defensa personal? 

Alcanzar la no-violencia contra la mujer es, pues, una lucha de liberación, en el sentido más amplio, no una de reformismo moral que una sociedad patriarcal otorgue como obsequiosa concesión. Poder para la mujer.

*El papel arde a los 233 grados centígrados, tal como lo hace en la inmortal novela de Ray Bradbury, Fahrenheit 451.  

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Edición: Laura Espejo


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