Enrique de Esesarte Pesqueira
Foto: Mercedes Flores Pascual
Una enorme ola de tristeza se abatió sobre mí al conocer de la muerte de mi tío Víctor Flores Olea.
Dejaré que otras plumas más autorizadas hablen de todos sus logros, de su desempeño como el primer director del naciente Conaculta, de su labor como embajador de México en la URSS, de la formación de cientos de políticos, incluyendo al actual presidente de México, como director de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, de su labor diplomática como representante de México ante la Unesco en París, de la profunda capacidad de análisis político vertida en los cientos de artículos que publicó para La Jornada, El Universal y la revista Siempre!, entre muchas otras.
Yo quiero escribir del primo de mi mamá, quiero hablar de mi querido tío Víctor.
Le decía el “tío sabio” porque daba la impresión de haberlo leído todo y de que no existía pregunta para la que no tuviera una respuesta; pero también por su enorme memoria enciclopédica que iba de la alta cultura a las expresiones populares; alguna vez lo demostró en el clásico juego de mesa Maratón.
Una de las preguntas dejaba puntos suspensivos para completar una frase: “Uno, dos y tres…”
Nadie tenía la más remota idea de lo que seguía, pero él se puso a bailar al tiempo en que respondía: “... qué paso más chévere, qué paso más chévere...”
Entonces supe que se trataba de una famosa conga cubana. Era un tipo divertidísimo que disfrutaba enormemente la vida. Le encantaba viajar a Oaxaca a visitar a su prima Alicia, y nadie disfrutaba tanto la comida oaxaqueña como él.
En una ocasión fuimos a comer a Etla, a la famosa fonda que se encuentra pegada al mercado, junto al templo del pueblo. Mientras saboreaba su coloradito con arroz y aguacate, decía: ¿a ver, alguna vez han comido mejor que ahora?
–¿En México?, le pregunté.
–¡En el mundo entero!, contestó fascinado.
Recuerdo también cómo disfrutó la visita al Centro de las Artes de San Agustín y la fábrica de papel anexa y que le habló a Francisco Toledo para felicitarlo por la creación y donación de tan hermosa institución.
Nadie rehusaba hablar con él, era respetado en todo México, todos los intelectuales lo admiraban y le mostraban gran afecto, su prestigio lo seguía por donde quiera que estuviera.
Recuerdo que en un viaje en el que visité varios países, cuando acudía a las representaciones mexicanas, mi tarjeta de presentación ante los embajadores consistía en que yo era sobrino de Víctor Flores Olea.
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Como por ensalmo todas las puertas se me abrían, todos los lo conocían y respetaban su talento; por ejemplo, Enrique Buj Flores, a la postre embajador en Turquía, me invitó a comer por el sólo hecho de ser su sobrino y habló de él extensamente, admirado de su trabajo diplomático.
Otra faceta que tenía era la de fotógrafo, siempre en sus viajes, se le veía acompañado de su cámara Leica que cuidaba como un tesoro.
Fotos memorables salieron de ella y publicó varios libros con sus imágenes. Tenemos en la familia una entrañable foto de mi abuelo, Manuel Eduardo Pesqueira, tomada por el extraordinario ojo de Flores Olea.
Fue en París donde tomó en serio la fotografía, hizo amigos tan grandes en la disciplina como Sebastiao Salgado y el gran Henri Cartier-Bresson, se interesó mucho por la toma testimonial y periodística; admiraba el trabajo, principalmente, de Jaques Henri Lartigue.
Viajó a lo largo y ancho del mundo fotografiando todo, pero afirmaba que debía respetarse la intimidad y la integridad del fotografiado. Era un verdadero profesional “cazando imágenes”.
Necesitaría mucho espacio para seguir haciendo apologías de Víctor Flores Olea; su mente era un cajón inacabable de anécdotas y experiencias, yo guardaré siempre un recuerdo del formidable tío sabio.
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