de

del

Zulai Marcela Fuentes
Foto: Archivo de la familia Carrillo Puerto
La Jornada Maya

7 de diciembre, 2015

[i]A 134 años de que vio la luz, un 6 de diciembre de 1881 en la ciudad de Motul, la imagen de Elvia Carrillo Puerto surge a contraluz de la memoria. En un intento por rescatar de las telarañas del tiempo a la luchadora social que trabajó por los derechos políticos de la mujer, la autora de este relato nos ofrece una semblanza narrativa, emotiva y personal, escrita desde la evocación de recuerdos antiguos y difusos de niñez. Tras el asesinato de sus hermanos Edesio, Wilfrido, Benjamín y Felipe Carrillo Puerto, el gobernador socialista de Yucatán, Elvia tuvo que refugiarse en la ciudad de México para salvar la vida. “Desde la estancia en que me hallo recluida, recuerdo, medito, escucho y espero confiada en el triunfo de la causa a la que dediqué toda mi vida…” fueron palabras suyas que nos hacen reflexionar y dirigir la mirada hacia sus obras inconclusas y asignaturas pendientes.[/i]

No me llores pobre, llórame sola
Antigua canción popular

De Elvia sólo queda una mano temblorosa que sostiene un cigarro tras otro. Habita un pequeño departamento en Puente de Alvarado, allí por la antigua Ribera de San Cosme; un inmueble grande y antiguo que en otro tiempo formó parte de un conjunto de viviendas de lujo para familias pequeñas. Por compañía tiene un solo hijo, hombre casi tan viejo como ella o, si he de rectificar, tan estragado por la vida que es en vano tratar de adivinar su edad porque la borrachera lo convierte en alguien imposible de definir.
Vamos, me dice mi abuela, y yo me veo obligada a seguirla sin protestar pese a la flojera de tener que viajar en camiones atestados por rumbos desconocidos. Cuando al fin llegamos al zaguán donde vive Elvia, nos detenemos frente a una reja gigantesca de profusos diseños florales que se abre después de despertar al viejo conserje que dormita en el escalón de la entrada. Válgame, si son ustedes., dice el viejo sorprendido al volver de su letargo. La doña se pondrá feliz, hace semanas que no viene nadie a verlos, con eso de que el muchacho ya no se levanta. Atiende tu negocio, no sea que vaya a meterse un amigo de lo ajeno, contestó mi abuela enojada. Me dirá qué podrían robar aquí, insiste el portero que no tiene otro afán que ver que entren y salgan las pocas personas vivas en este inmueble cohabitado por fantasmas.
Al entrar caminamos por un larguísimo pasillo flanqueado por una procesión de puertas de viviendas que se siguen unas a otras como si no fuesen a terminar. Al fondo, y en medio de una gran explanada, hay un enorme rectángulo profundo recubierto con mosaicos blancos y azul turquesa; es una piscina que ahora llenan con basura, ropa vieja, periódicos y botellas vacías. De vez en cuando levanto la cara para ver el cielo y los aleros de hierro que sostienen cristales rotos de colores tenues ámbar, lila, verde, azul plumbago, por donde entran y salen golondrinas y creo que hasta murciélagos. Pronto nos encontramos ante la puerta angosta del número trece y los ruidosísimos toquidos de mi abuela me hacen bajar la vista. Le duelen los nudillos al golpear, así que se quita un zapato y aporrea la entrada con el tacón. Se abre la puerta de madera y sale la tía Elvia produciendo humo desde los dedos macerados en tabaco con una sonrisa esplendente, la cabellera cobriza y rizada prendida en la nuca con peinetas de carey y lentes bifocales como urnas transparentes que guardaran esmeraldas.
–Si no tiras esa pestilencia no te beso ni entro a visitarte –le advierte mi abuela. Elvia ríe a carcajadas, abraza a mi abuela larga y efusivamente, mientras veo como ruedan lágrimas en sus mejillas retocadas con polvo de arroz, sus mejillas milagrosamente tersas aún y blancas en extremo, –¿Cómo crees que voy a olvidarme de ti? Dónde está tu calvario, ¿no se ha muerto todavía? –dice mi abuela desparpajada. –Hijo, mira, te trajeron una botellita de Martell.
Saco una olla de leche, teleras, conchas y corbatas. Pongo la mesa mientras las viejas platican y se ponen a desempolvar recuerdos. Ya en el año de 1912, como maestra rural, había fundado una liga de mujeres campesinas. Toda su vida luchó ferozmente hasta merecer una curul. Sucedió cuando a su hermano lo eligieron gobernador en aquellos tiempos de gloria tan efímera. En los altísimos muros descarapelados se extiende un tapiz de fotografías y recortes de periódicos amarillentos enmarcados donde el gobierno la condecora; hay varias medallas al mérito; noticias de elecciones ganadas, fotos y fotos de familia, de congresos obreros, de viejas haciendas, titulares de periódicos y fotos de un fusilamiento. –¿Y esas dos mujeronas? Son Gina Lombroso y Leontina Santa, dos italianas que escribían panfletos. –¿Y esa cicatriz? –Es de una bala –dice mientras nos muestra algo en su piel. En una de sus andanzas la balearon en Guadalcázal porque el cacique tenía miedo de que triunfara en aquel distrito. [i]¡Las mujeres han despertado de su letargo![/i], decía el titular de un diario. Su hermano la había incitado a leer a Marx, a Lenin y a Gorki. Le había dicho “no tengas miedo, apóyate en mí, trabaja con las mujeres”. Pero lo mataron. Así es el poder, te lleva de la mano, te remonta, luego te suelta y caes rodando. Mi abuela me contó que vistió de negro mucho tiempo, se puso flaca, los ojos se le sumieron y las canas cundieron en su cabellera. Decía que a su hermano Gonzalo también lo encarcelaron, pero que el antiguo patrón de Xcanatún pagó una fianza generosa y lo dejaron libre. Los demás, el tío Manuel, mi abuelo y quién sabe cuántos otros tuvieron que escapar disfrazados de mestizas.
Elvia, qué vida tan azarosa. Ahora recibe una pequeña pensión del estado. Todos los vecinos la quieren, de cariño le dicen la monja roja. Un charro cantor es su vecino y cada vez que venimos nos saluda. A mí me regala caramelos y me aprieta los cachetes.
–¿Por qué no lo internas en el asilo de incurables de Tepexpan? Tú solita no puedes, le dice en voz baja mi abuela. Se casó a los trece años; no acababa de jugar con muñecas cuando nació el chamaco, y a los veintiuno ya era viuda. –No quiero que se quede solo, contestó con la mirada humedecida. –Por eso, allá por lo menos le darán de comer, insiste mi abuela. –A Pepe tuvimos que meterlo, con el Parkinson no podía ni sostener una cuchara. Hacía mucho que el médico de la Liga de Resistencia le había pronosticado que iba a quedar así tarde o temprano, tan buen reportero que era.
–Nos vamos, dice mi abuela. Le promete regresar muy pronto. Recojo los trastes después de lavarlos, y las primas se vuelven a abrazar como si ya no fueran a volver a verse jamás. Salimos en silencio. Elvia se asoma al balcón con su bata de paño escarlata para decirnos adiós con un cigarro entre los dedos listo para encenderse. En el trayecto del tranvía viajamos calladas, como con plomo en el pecho.
Pasan varias semanas. Un lunes me sacan temprano de la cama. –Vístete, nos vamos, me dice mi abuela nerviosa, visiblemente abatida. Agitadas llegamos corriendo al departamento de Puente de Alvarado, esta vez lleno de vecinos y burócratas de traje azul oscuro y gafas negras. Nos abrimos paso hasta que la vemos tendida en su cama y al hijo llorando de rodillas. Hay algunas coronas florales con nombres de sindicatos. Todo huele a nardo y azucena y a humo de cigarro. El Charro Avitia nos dice que pronto vendrán a llevársela. –Le dije que no saliera sola, que sus ojos ya no eran de fiar, nos dijo sinceramente consternado. –Tal vez fue mejor así, don Paco, ésta ya no era vida.
Parece Bella Durmiente con un vestido rojo oscuro de satín ajado que sólo deja al descubierto las manos blancas y los pies desnudos. Los ojos esmeralda cerrados para siempre, Elvia yace en un camastro con las alas rotas; así no podrá volar al infinito porque además no cree en esas cosas. Tal vez permanezca en algún resquicio de la memoria, en las biografías, en los actos cívicos, en las efemérides; con suerte, en algún lugar desprovisto de artificios, más allá de los mármoles de los sepulcros y las hieráticas estatuas conmemorativas, donde todo sea tan real como su antigua belleza y sus agallas.

[b][email protected][/b]
_______________________
Perteneciente a una generación de mujeres yucatecas que desde hace más de un siglo sacudieron la conciencia de todo el país con sus radicales posturas en torno a la mujer como un ser libre y soberano, Elvia Carrillo Puerto (1881-1965) junto con muchas de sus correligionarias tuvo, más que resultados, naufragios en su azarosa vida. Primera mujer diputada electa en el país, sufragista y defensora de la libertad y los derechos de la mujer, es un ejemplo de lucha para el mundo de hoy. Murió en la soledad y en el olvido.


Lo más reciente

Podrán votar 694 mil 600 campechanos este 2 de junio

El Consejo Local del INE entregó las Listas Nominales de Electores

Jairo Magaña

Podrán votar 694 mil 600 campechanos este 2 de junio

Localizan a 67 migrantes abandonados dentro de autobús en Bacalar, QRoo

El grupo localizado está compuesto por hombres, mujeres, niñas y niños de origen desconocido

La Jornada Maya

Localizan a 67 migrantes abandonados dentro de autobús en Bacalar, QRoo

Hay que promover convenciones para Carmen: Canirac

Durante Foro Industrial Portuario, restauranteros reportaron incremento de 20 por ciento en sus ventas

Gabriel Graniel Herrera

Hay que promover convenciones para Carmen: Canirac

Diego Castañón impulsará empoderamiento de las mujeres en Tulum

Se comprometió a trabajar en la creación de programas sociales que generen mayor bienestar

La Jornada Maya

Diego Castañón impulsará empoderamiento de las mujeres en Tulum