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Por Pablo Cicero Alonzo
Ilustración: Ernesto Medina
La Jornada Maya

Viernes 22 de julio, 2016

[b]Tercera parte[/b]

De un azul cegador a un rosa ciego. Y, de nuevo, de rosa a azul. Los flamencos se posaron de nuevo en el mar rojo y le dieron la oportunidad al sol de iluminar ese extraño día. Para Polo, principalmente, que de nuevo en poco tiempo no sabía lo que sucedía.

Su padre lo abrazaba, llorando, dándole gracias a Dios. Él estaba ausente, pero aún así se sentía reconfortado en ese abrazo, náufrago salvado en esa piel cuyo olor conocía y que lo hacía sentir seguro. Un hombre mayor, que la vejez había engullido en cuestión de horas, arropaba con su cuerpo a otro, su hijo, completamente desnudo, completamente expuesto y a la deriva.

Este hombre reducido a piltrafa veinticuatro horas antes había despertado a golpes, junto al cadáver de una mujer. Él y ella estaban desnudos, embarrados de sangre y vísceras. Uno de los militares que irrumpió en el cuarto tomó del piso un cuchillo. Un cuchillo cebollero aún manchado de sangre. Una sangre seca, oscura; una especie de costra, de gelatina.

Polo no sabía qué estaba pasando. No entendía nada. Tenía miedo. Asco. Pena. Incertidumbre. Agobio. Los policías y militares, empujándole, gritándole, diciéndole que se vistiera. Rápido. “Asesino”. “Mariguano”. Restregándole la droga que estaba sobre la mesa, tirando las botellas de vino. Unos, mirando a la mujer muerta.
“Estaba buena”, decían. La cubrían y la descubrían. Le tocaban lo senos inertes. Se reían. Le palmeaban los muslos y después se limpiaban las manos manchadas de sangre. Uno de ellos apagó su cigarrillo en el pubis de la mujer, rubio, rojo, húmedo. “Estaba buena”. “Nos la hubieras dejado un ratito, para que supiera qué es un hombre”. “Pinche gringuita. Estaba buena”.

Sacaron a Polo, medio vestido, y lo subieron a un camión. En el trayecto al cuartel lo golpearon en el rostro, en el abdomen, en los testículos. Una y otra vez. Lo tiraron al piso, le dieron patadas. “Yo no fui”. “Yo no la maté”. Sus captores no lo escuchaban. Sus quejas se ahogaban con los golpes, con las patadas. Polo perdió el conocimiento.

Lo bajaron del vehículo como un fardo. Un bulto ensangrentado, inerte. Un costal. Un peso muerto. Lo arrastraron, primero por un áspero patio, de arcilla, y luego por fríos pisos, en donde dejó una patética estela carmesí. Y lo metieron a una celda.

Ahí lo mantuvieron incomunicado. En ese vaivén de confusión, perdió la noción del tiempo. Nunca supo que fueron pocas horas las que permaneció en esa mazmorra oscura y húmeda, como un vientre en el que él se desplomó en posición fetal. Le parecieron nueve meses, como una gestación. “Yo no fui”. “Yo no la maté”. Repetía en ese doloroso duermevela, en un mantra con el que intenta taladrar ese desvarío de su memoria.

“¿Fue él?, ¿Él asesinó a esa mujer?”, le preguntaría días después un pequeño Víctor a su padre. “Tu tío es incapaz de matar a una mosca”, le respondería, entonces y en los años venideros. “El hermano de tu mamá es el hombre más bondadoso y generoso que he conocido en mi vida; tu tío es incapaz de matar a una mosca”. La certeza que acompañó toda la vida a su cuñado no entró en la celda en la que re retorció el alma de Polo intentando recordar lo que había pasado hace apenas unas horas.

En la penumbra que le envolvía intentaba mirarse las manos. Estaban sucias de tierra, pero él se las imaginaba chorreantes de sangre. Sangre de la mujer que se encontraba inerte a su lado cuando la violencia vino a despertarlo.

Unos soldados abrieron con estruendo la puerta. Le ordenaron que se levantara, que se pusiera de pie. Una vez. Dos veces. A la tercera, dos soldados, uno a cada lado, lo sujetaron de los brazos y lo arrastraron por los pasillos de esa prisión. Recorrió la estela de sangre que había dejado cuando entró. Ya no era roja, sino café. Parecía un goteo de mierda.
La luz le acuchilló los ojos, como a ella el metal las entrañas. Y recordó algo. Algo solamente. Algo confuso. Como un destello se vio riendo y abrazando y besando y haciendo el amor. Se vio feliz, acompañado, de ella y de él. Sí. De ella y de él.

En la mesa de esa escena del crimen había tres copas de vino. Una con labial; las otras dos, no. Ningún policía, ningún soldado se percató entonces de ese detalle.

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Mérida, Yucatán


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