Carlos Luis Escoffié Duarte
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya
Lunes 11 de julio, 2016
Poco a poco, la atención pública ha identificado cada vez mejor a las víctimas del aciago panorama nacional. Al principio sólo se hablaba de los muertos, luego también de los secuestrados. “Aparecieron” los migrantes, luego las víctimas de desapariciones forzadas. Ahora, otra cara empieza a vislumbrarse, a pesar de las décadas que lleva produciendo víctimas: el desplazamiento forzado interno (DFI).
En su Informe presentado en mayo pasado, la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) identificó al menos 35 mil 433 víctimas de DFI en México. Sin embargo, The Internal Displacement Monitoring Centre afirmó en su Informe Global de 2015 que la cifra sería de 284 mil 400. La mayoría son originarias de Tamaulipas, Guerrero, Chihuahua, Sinaloa y Michoacán (mencionados por orden cuantitativo). Se trata de personas forzadas u obligadas a huir de sus lugares de residencia por contextos que amenazaron directamente sus vidas: conflictos armados, crimen organizado, conflictos religiosos, proyectos de desarrollo y violaciones a derechos humanos de distinta naturaleza, son identificadas por la CNDH como las principales causas de DFI en México.
De manera efímera, el tema recibió cierta atención a finales de los años 90 y a principios de los 2 mil, debido a los más de 17 mil desplazados que dejó el conflicto armado entre el Ejército Mexicano y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional. La gran mayoría de los casos de desplazamientos en ese periodo son atribuidos por la CNDH y el Programa Conjunto OPAS (2012) a grupos paramilitares en la zona Norte y Altos de Chiapas.
En años recientes, los enfrentamientos realizados tras la aparición de grupos de autodefensas en Michoacán y Guerrero o el incremento de las hostilidades entre grupos de delincuencia organizada en estados como Tamaulipas, han generado una nueva ola de DFI en el país. Asimismo, los proyectos de desarrollo en los que son desalojadas poblaciones enteras, muchas veces bajo amenazas y episodios de violencia, han sido una constante desde hace décadas, como ocurrió entre los años 70 y 80 durante la construcción de la Presa Cerro de Oro en Oaxaca.
La península de Yucatán no es ajena a este tipo de casos. La comunidad de San Antonio Ebulá en Campeche, por ejemplo, fue víctima de DFI en el año 2009, debido a un proyecto privado para construir una zona residencial de lujo. Más de 70 familias fueron desplazadas mientras sus casas, pertenencias y cultivos eran derrumbados y quemados. La organización no gubernamental Indignación A.C. lleva actualmente la defensa del caso, incluyendo un amparo para la reparación de las viviendas cuya sentencia –que sería emitida en días próximos por el Juzgado Primero de Distrito en Campeche– sería la primera de su tipo en México, dejando un importante precedente para otros casos.
La violación continuada y conjunta de varios derechos humanos a la que son expuestas las víctimas de DFI, hacen del país entero un caldo de cultivo para que sigan aumentando las cifras. Las personas que sufren de DFI normalmente es gente de escasos recursos –principalmente mujeres, campesinos e indígenas– que carecen de servicios básicos y de certeza jurídica en la propiedad de sus tierras. Lo peor de todo es que, tal y como señala la CNDH en su informe de este año, no existe actualmente una política pública de prevención, asistencia y reparación a las víctimas de este fenómeno. El tema es urgente, pero apenas vuelve a ser visibilizado y no parece ser prioridad.
Twitter: @kalycho
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