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Pablo A. Cicero Alonzo
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Miércoles 6 de julio, 2016

Que una temeridad. Acostumbrado a escribir obituarios de periódicos, recibí la noticia de la llegada de La Jornada Maya con un escepticismo fatalista. Su arribo aún era un runrún, un secreto para indiciados. Se comentaba entre susurros y se tomaba con reservas. El proyecto que planteaba La Jornada Maya era casi imposible, conociendo las características de nuestro estado, con un sector blindado por la costumbre y dos periódicos muy bien cimentados en los gustos y exigencias de los yucatecos. El [i]outsider[/i] nada tenía qué ofrecer en este escenario, que había regido la opinión del estado durante generaciones, con protagonistas bien definidos, con visiones encontradas; cada uno con su estilo característico e intereses. Una oferta mediática que nos definía como sociedad ¿O viceversa?

Aun así, La Jornada Maya se empecinó en desembarcar en estas tierras. Algo a lo que nadie se había atrevido. El capitán de ese navío de orates se llama Fabrizio León Diez, y sigue capoteando las tormentas con la misma extraña alegría que me llamó la atención desde el principio. En el primer encuentro que tuve con él confirmé mis teorías: está loco; loco como una cabra. Me convenció, y me identifiqué con él, ya que conozco bien esa locura, que también es la mía. Entonces, la sala se convirtió en un manicomio de dos en el que peroramos sobre el periodismo con un furor que parecía provocado por la luna llena, anotando, cada uno, frases y comentarios, como con temor a olvidarlos después.

Los primeros números de ese fruto lunático comenzaron a circular, y leía entre sus líneas, con asombro, cómo esa enfermedad del capitán había contagiado a toda su tripulación: cada ejemplar era un himno a aquella profesión de la que en su momento me enamoré. No había tregua en esa recién formada redacción que nacía y moría todos los días, de lunes a viernes. Exhaustos exabruptos a golpe de primicias.

Poco a poco conocí a los otros integrantes de ese batallón, intoxicado por los sueños de su director. Un equipo alegre, que hacía un periódico alegre aún entre epidemias de tristeza y melancolía. Ahí, además, estaba Tony Bargas, uno de los mejores cronistas de béisbol que ha tenido Yucatán, compañero de armas en dos distintas trincheras… Y mi primo. A todos, Fabrizio les enseñó el fuego. Él mismo me comentó cómo reclutó a ese equipo de fuerzas de la naturaleza, que tan bellas melodías tocan ahora, a un año de fraguarse en los hornos de las imprentas. A golpe de cierres de infarto y frases de antología, y con dos premios estatales de periodismo en su primer año.

Fue una temeridad, una locura, una audacia, una sinrazón. Pero aquí está. Celebrando un año de una odisea que antes califiqué de ingenua y hoy celebro el haberme equivocado. Fabrizio y su equipo se han enfrentado a cíclopes y lestrigones en su viaje a Ítaca. Tuvieron que convencer a los escépticos que, como yo, les auguraban un breve futuro, un [i]coitus interruptus[/i] en su empresa periodística. Se han topado con la tapia de la xenofobia; a unos les han costurado la etiqueta de [i]huaches[/i] y a otros los han juzgado como a los colaboracionistas de Vichy. Funcionarios trasnochados les han cerrado las puertas y les han dado sus encorvadas espaldas. Pero eso, eso no es nada. Al contrario. Es el viento que hincha las velas de ese navío pequeñito que ha alcanzado a trasatlánticos y amenaza incluso con rebasarlos. Un David de papel en estas calmas aguas surcadas por Goliats cada día más descafeinados. Sin lastres. Sin compromisos. Movidos por el viento y por el motor de hacer buen periodismo, de contar buenas historias. Este miércoles 6 de julio de 2016 puedo asegurar que La Jornada Maya llegó en el momento oportuno a la península. El otrora oasis ya estaba seco, y nosotros, aunque todavía no nos percatábamos, nos estábamos muriendo de sed. Nuestra lengua, como la de un loro, negra y seca, repetía en sobremesas noticias que se repetían y repetían y repetían. Fabrizio y su equipo han significado agua fresca en donde podemos abrevar buenas notas y lecturas.

La cruzada maniática de este puñado de maniáticos se ha convertido en nuestra. Una manía grupal, una locura compartida que florece entre la aridez de una sociedad que busca a toda costa separarse de la realidad. Hoy, el mejor regalo que le puedes hacer a alguien que aprecias es compartirle uno de los secretos mejor guardados: compra [i]La Jornada Maya[/i] y dásela. Cambiarás su vida, como me la cambió a mí y a Andrés, Felipe, María, Sabina, Israel, Paul, Óscar, Tania, Tony, Jessy, Arbee Antonio, Sandra, Ernesto, Rodrigo, Raúl, Carlos, Joana, Hubert, Sásil, Tabacón y Eduardo, todos integrantes de la última tribu de tinta. Esa que no sólo muere como en otras latitudes sino que revive, [i]rara avis[/i] en algo que parecía un desierto.

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Mérida, Yucatán


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