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Manuel Alejandro Escoffié

En su libro de memorias “Vivir del Teatro”, el dramaturgo Vicente Leñero atribuye la siguiente declaración a Margarita López Portillo, entonces directora de la Secretaria de Radio, Televisión y Cinematografía (RTC), respecto a las obras de teatro mexicanas: “Casi todas son sórdidas, negativas, terribles (…) A los autores no les interesa presentar las cosas positivas de la vida ni dar un mensaje optimista. Y eso es lo que de veras hace falta (…) ¿Por qué nada más lo negro? ¿Por qué?” A menudo me topo con una lógica similar en las actitudes del espectador promedio. “No me gusta ir al cine para sufrir”. “¿Para qué pagar por ver cosas desagradables, si ya bastante de eso hay en la vida real?”. “Solo veo películas para entretenerme, para olvidarme. Para escapar”. Hasta cierto punto, puedo entenderlo. Sería hipócrita por parte de quién escribe no reconocer que incluso éste ha llegado a recurrir a las reconfortantes propiedades del cine como dispositivo de evasión. Sin embargo, lo que no puedo entender, ni aceptar o respetar, es el querer dar por hecho que esa debería de ser la principal razón de su existencia. En el séptimo arte, al igual que en cualquier otra disciplina creativa, nadie tiene el derecho a no sentirse incomodo. Sacar al espectador de su zona de confort no sólo puede sino que debe encabezar su lista de prioridades. Aplaudir a las películas que se contentan con entretenernos, apapacharnos, simpatizarnos y secundar lo que nos gusta creer que sabemos sobre la manera en que funciona el mundo, menospreciando al mismo tiempo a otras cuya fortaleza reside en justamente lo contrario, no merece ser visto como una postura cinematográfica seria. Eso no es disfrutar del cine, sino subestimarlo. No tenerle respeto a su verdadero poder.

En ese sentido, “Trainspotting” es digna de mucho agradecimiento. Si algo caracteriza a las insalubres pero entrañables desventuras de Mark Renton (Ewan McGregor) y su alegre banda de heroinómanos en el Edinburgo de los años ochentas es la rotunda negativa a rendirle pleitesía a la susceptibilidad de quién sea que la esté viendo. Estrenada en 1996 bajo la dirección de Danny “¿Quién Quiere Ser Millonario?” Boyle y adaptada por John Hodge de la novela homónima de Irvine Welsh, los recién introducidos a la experiencia no necesitarán de mucho esfuerzo para sentirse en los zapatos de Renton durante uno de los momentos más indelebles del filme, en el cual, con tal de recuperar un par de supositorios de opio expulsados por la vía rectal, se sumerge literalmente a un inodoro rebosante de excremento para acabar en el fondo de lo que parece ser un cristalino y apacible océano azul. Grotesca, irreverente, insólita e ilógica, la escena apunta hacia algo mucho más allá de una mera y gratuita revolcada de estomago. Puntualiza, regodeándose a más no poder en su escatología, lo necesario que a veces resulta ser atravesar un angosto camino de inmundicia para ganar acceso a cierto nivel de limpieza y claridad.

Lo anterior conforma apenas una de las muchas maneras de las que “Trainspotting” dispone para poner a prueba los límites del buen gusto. No obstante, existe otro aspecto todavía más significativo en el que aspira a ser digno de nuestra mejor repulsión. Quizás en estos tiempos cada vez más nihilistas que corren difícilmente cuente con el mismo grado de trascendencia; mas para toda una generación que creció (y otras que continúan creciendo) al cobijo de la simplista premisa de “Di no a las drogas básicamente porque sí y punto”, encierra la clave para entender la razón por la cual, a veinte años de su estreno, asumo con toda confianza que no seré el último en seguir escribiendo y hablando sobre la película. Me refiero, desde luego, a lo consciente que demuestra ser respecto al hecho de que para tratar de entender en verdad a un adicto no hacen falta sermones, advertencias, moralismos ni políticas públicas, sino la compañía de otros adictos. Escuchar a la narración en off provista por Renton afirmar que “la gente piensa que solo se trata de miseria, desesperación y muerte; pero se olvidan del placer” equivale a oír una disimulada pero firme declaración de guerra al condescendiente paradigma de que el único junkie valido en la ficción es uno arrepentido. Esto último, más que la imagen de un hombre nadando en un inodoro sucio, quizás sea frente a muchos otros ojos lo verdaderamente obsceno.

No hace mucho, como parte de una de las proyecciones publicas de cine – foro que un servidor acostumbra organizar, “Trainspotting” fue exhibida. En medio de la considerable asistencia juvenil a punto de hacer zozobrar a la diminuta video sala que era nuestra sede, destacaba la presencia de dos señoras cuyo semblante muy recatado me hizo suponerlas pertenecientes a la sociedad de padres de familia en algún colegio católico. Aunado al hecho de que habían llegado tarde, deduje que habían entrado sin tener la menor idea de qué irían a ver. Mis sospechas fueron confirmadas cuando las vi abandonando el recinto a sólo quince minutos de haber llegado, cargando en sus rostros una innegable mueca de desconcierto y de disgusto. Quizás desesperadas por gritar a los cuatro vientos las mismas preguntas planteadas por Margarita López Portillo cuarenta años atrás: ¿Por qué nada más lo negro? ¿Por qué? ¿“Por qué”? ¿POR QUÉ $!&/ADOS NO?

Mérida, Yucatán
Viernes 27 de mayo, 2016

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