de

del

Enrique Martín Briceño
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

22 de marzo, 2016

[i]Para Fabrizio León y La Jornada Maya en su primer aniversario[/i]

Fue como si sus venas recibieran de repente el caudal de cien ríos venidos de quién sabe dónde. Al tiempo que sentía enrojecer, tuvo la impresión de que aquella ola cálida lo desbordaba, alcanzando a su mujer y al médico. Se le humedecieron los ojos. ¿Así que aquella forma diminuta en la pantalla era su hijo? ¿Era ese el niño que les había hecho esperar seis años y los había obligado a consultar a tantos especialistas y a hacerse molestos estudios y tratamientos? ¿Así que ese manchita oscura, feliz en su pecera redonda, era su hijo? Y no, aún no se podía saber su sexo, explicaba el doctor, aunque todo indicaba que el producto (qué rara forma de llamar a un bebé) era normal. Sin saber qué decir, miró a su esposa, que lo contemplaba sonriente. Por un momento –a saber por qué– vino a su mente la muchacha que había entrevistado en la mañana y tuvo que hacer un esfuerzo para hacer a un lado la imagen inoportuna. “¿Estás contento? –preguntó su mujer– . Ojalá que sea un varoncito.”

¿Qué quiere decir buena presentación? Bueno, aparte de lo que dice ahí en relación con la ropa, el pelo, las uñas y lo que cualquiera sabe, también se trata de la estatura, las facciones… Me explico: para atender al público queremos gente que sea agradable físicamente. No se trata, claro, de contratar a puros Adonis y reinas de belleza –qué más quisiéramos–, sino a jóvenes de estatura mediana, delgados, claros de color y simpáticos de cara. No tienen que ser güeros y de ojos verdes como tú. Pero no pueden ser chaparros ni gordos ni morenitos ni que se vean muy… de pueblo, tú me entiendes, ¿no? Ah, y otra de las políticas es que, para esos puestos, preferimos no contratar a gente de apellido maya… No es discriminación –en otros departamentos el apellido no importa–, lo que pasa es que, por nuestro tipo de mercado, los apellidos [i]cortos[/i] no convienen a la imagen de la empresa. Si vendiéramos granos o material de construcción pues no habría problema. Pero en nuestro caso sí es algo importante porque ya ves que a la gente esos apellidos le parecen feos, ¿no? Así que si te viene un Juan Puch o una María Pech, aunque no estén muy chaparros ni muy morenos, de entrada no hay que tomarlos en consideración.

Era lógico, esos empleados eran la cara de la empresa. La cortesía, la calidad en el servicio, todo eso se les podía enseñar, pero, desgraciadamente, ni el apellido ni la estatura ni los rasgos físicos se podían borrar. Y al decir esto se había erguido en el sillón, como para que la licenciada pudiera notar su tez blanca, su cabello rubio, sus ojos verdes y su nariz recta que tanto le alabaron de chico y que desde la adolescencia le habían ayudado con las mujeres. Aunque entonces no usaba ropa de marca ni tenía un buen corte de pelo ni era consciente de que no había que hablar aporreado, evitando decir sía por silla y sandiya por sandía, ni le daba vergüenza decir que era de pueblo y haber estudiado en escuela de gobierno. Fue su primera novia de la facultad la que le enseñó aquello de cómo te ven te tratan y le hizo ver lo mal que se oían su acento y que dijera ainas, tuch y otras palabras que solo usa la gente ignorante, Por eso, apenas tuvo su primer trabajo, la mayor parte de su sueldo fue para comprarse ropa como la que usaban los ricos del salón. Por eso, con un poco de esfuerzo, pulió su lenguaje: eliminó las palabras mayas, procuró pronunciar claramente la elle, suavizó su acento y hasta trató de hacer la diferencia entre la ve y la be. Con eso y su piel blanca y sus ojos claros hasta llegó a pasar por uno de aquellos burguesitos que tenían auto propio, vestían ropa cara y gastaban en una noche lo que él ganaba en un mes. ¿Qué dirían ahora si supieran que lo habían ascendido a jefe de recursos humanos, con un sueldo que le permitiría construirse una casa a su gusto, cambiar de coche cada año y comprarle a su mujer una camioneta como las que usaban las señoras de dinero?
–En realidad –seguía diciendo la licenciada–, en muchos casos no hace falta más que leer la solicitud y ver la foto para saber si sirven o no para el trabajo.

¡Un hijo! El día anterior, su nuevo puesto, y ahora la visión del niño que crecía en el vientre de su esposa. Eufórico, sintió que amaba más que nunca a esa mujer, tan linda, tan buena. Qué suerte haberla encontrado y haberse casado con ella. Como él, no era de familia acomodada, pero había estudiado una carrera y tenía muchas ganas de mejorar. Era, sí, morena, pero más bonita que muchas: cejas delgadas y ojos negros y grandes, nariz recta, labios carnosos y dientes parejitos; menuda, pero de buen cuerpo. Solo las dificultades para tener hijos habían nublado un poco su matrimonio, aunque ella nunca había dejado de ser alegre y tierna. La noche anterior –ahora lo recordaba–, mientras trataba de conciliar el sueño que la emoción del ascenso se empeñaba en quitarle, al verla dormida sintió miedo de perderla. Parecía una tortolita indefensa. Soñó entonces con su pueblo: se vio en el monte, de nueve años, con sus compañeros de colegio, acechando a los pajaritos para cazarlos con su tirahule. Vio después el rostro severo de su abuela difunta y le oyó aquella historia de amor que enseña a los niños por qué no es bueno matar tortolitas. Y escuchó a su chichí dirigirse en maya a su mamá, como lo hacía cuando no quería que él supiera lo que hablaban. Y, por más esfuerzos que hizo, solo entendió que se referían a él y a su mujer.

¿Significaría algo aquel sueño? ¿Vendría bien el niño?

La solicitud de empleo estaba correctamente llenada, con buena letra. La foto mostraba a una joven morena clara, gordita y de rasgos regulares. Se apellidaba Tucuch, primer gran inconveniente. Era de 1985, o sea que tenía la misma edad que su esposa, había nacido en Mérida y sus antecedentes escolares eran los requeridos. Le llamó la atención que en la parte de los idiomas pusiera español y maya. ¿Para qué podía servirle hablar maya? No leyó más. La hizo pasar. En las horas que llevaba en el puesto había aprendido a disfrutar el momento en que los aspirantes ingresaban en su oficina: los muebles ultramodernos, la laptop, su camisa de lino y su apostura siempre los impresionaban. Estaba seguro de que la joven Tucuch, como otras, se mostraría enseguida apocada. No fue así. Entró resuelta, sin aparentar sorpresa ni timidez. Era más morena que en la foto –otro inconveniente– y baja de estatura, aunque no fea de cara. Vestía pobre pero adecuadamente. Él comenzó a hacerle las preguntas de rigor, que ella fue contestando con una seguridad que le pareció un poco chocante. Apenas disimuladamente, sin hacer mucho caso de sus respuestas, la miró de arriba abajo pasando revista a sus zapatos deformados por el uso, su ropa de modista, sus alhajas de fantasía y su maquillaje barato. Se detuvo en el rostro: los ojos grandes, la nariz recta, la boca gruesa le resultaron familiares: claro, se parecía un poco a su mujer… Aquel hallazgo le produjo irritación, y su molestia creció al notar el aplomo con que la muchacha hablaba –el acento ligeramente marcado. Observó de nuevo su tez cobriza, calculó que mediría poco menos de un metro y medio. La interrumpió:

–Muy bien, entonces te llamas…
–Lorena Tucuch Solís.
–Bueno, nosotros nos comunicamos contigo…
“Muchas gracias”, dijo ella sin esconder su desaliento. Al quedar solo de nuevo, anotó sin titubear la calificación más baja en el renglón “Presentación”, y echó los papeles de la muchacha en el montón de las solicitudes rechazadas.

Salieron de la clínica tomados de la mano. Al bajar las escaleras, él la asió del brazo con delicadeza. “Ten cuidado, no vayas a tropezar”. “Por favor –dijo ella–, no estoy inválida.” Él se detuvo a mirarla: “Tienes como una aureola”. Ella sonrió, mostrando su dentadura perfecta. En verdad estaba radiante, su belleza realzada por el vestido corto y ceñido. “Morenita linda…”, susurró él, tomándola de la cintura, y la deseó. Por un segundo volvió a su memoria, como un insecto impertinente, el recuerdo de la joven que había rechazado aquella mañana. Lo desechó casi automáticamente para decir: “Oye, si es niña se va a llamar como tú.” Ella, juguetona, replicó: “Y si es niño, como tú.”

Siempre tomados de la mano (“Parecemos novios”, bromeó él), caminaron hasta la puerta del estacionamiento, donde un menonita les ofreció quesos. “Pobre –dijo ella–, tan guapo y tiene que vender en las calles.” Subieron al auto –esta vez él no se olvidó de abrirle la portezuela a ella– y, al encender el motor y el aire acondicionado, pensó que su felicidad era completa.

–Ojalá que saque tus ojos –le dijo ella, tomando su mano y poniéndola sobre su vientre.

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