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del

Manuel Alejandro Escoffié
Foto: Tomada de la web
La Jornada Maya

20 de marzo, 2016

Cuando niño, al igual que muchos en mi generación, fui sujeto a una profunda educación católica. Esto desde luego incluía la asistencia a clases de catecismo. Sin embargo, aquellas de ningún modo eran la única fuente de dicha formación. Conservo todavía recuerdos de las tardes maratónicas en Jueves y Viernes Santo, cuando las televisoras nacionales (aún no había cable) abarrotaban sus horarios con puro cine épico religioso; abarcando desde las fastuosas extravagancias hollywoodenses a la Cecil B. DeMille hasta las modestas y francamente evangélicas producciones de nuestro territorio. A menos que me equivoque, la primera de ellas que vi fue [i]Jesús, Nuestro Señor[/i] (1971), dirigida por Miguel Zacarías y con Claudio Brook en las sandalias del susodicho. Reproduciendo las escrituras palabra por palabra, el Salvador solía ser dramatizado a manera de ser solemne e intocable que nunca daba un paso en falso y siempre sabiendo qué decir en el momento preciso. Un Jesús más divino que humano. Muchísimo más. Pasaron los años y mi catolicismo evolucionó a un humanismo agnóstico. Tan sólo en calidad de personaje cinematográfico, Jesucristo rara vez capturaba mi interés. Su divinidad exacerbada me impedía establecer una conexión emocional como espectador. Podía ver la cruz pero no a la persona clavada en ella. Todo eso cambió con [i]La Última Tentación de Cristo [/i](1988).

Cuando la novela homónima de Nikos Kazantzakis se publicó en 1953, no tardó en ocupar uno de los primeros lugares en la lista negra del Vaticano. Su adaptación fílmica levantó la ira de organizaciones de extrema derecha cuando ni había concluido su post-producción. Martin Scorsese, realizador del filme, tuvo que contratar guardaespaldas después de recibir amenazas anónimas. Una sala de cine exhibiéndola en Francia fue víctima de un ataque con bombas molotov. ¿Qué crimen abominable fue cometido?  Simple: un Jesús que, por lo menos en la primera media hora, no tiene nada de “Cristo”. Un Jesús (Willem Dafoe) dedicando sus conocimientos de carpintería a fabricar cruces para los romanos. Sin idea de dónde vienen sus poderes, mucho menos quién es su verdadero padre.  Con una atracción sexual hacía María Magdalena (Barbara Hershey) llevándolo a imaginar en el clímax de su calvario qué ocurriría si tuviera la opción de casarse, envejecer y morir como cualquier mortal. He aquí la tentación aludida en el titulo y el motivo por el que algunas cabezas de la Iglesia siguen enorgulleciéndose en escupir ante su mención.  

Cinematográficamente, no estamos viendo el mejor de los momentos de Scorsese. El tono narrativo es por momentos torpe y disparejo. No obstante, lo que hace especial a este filme para quien escribe es lo mismo que ocasiona que muchos lo detesten: Jesús cuenta por primera vez con un atractivo dramático por sus raíces bíblicas, sino a pesar de ellas.  A diferencia de Mel Gibson, Scorsese no se limita a mostrar un burdo[i] hippie[/i] judío poniendo la otra mejilla mientras todos a su alrededor gozan con bañarlo en su propia sangre. Su faceta celestial termina paradójicamente fortalecida por las flaquezas y contradicciones a las que, como humano, tuvo que ser propenso. Descendiendo de la cruz, desciende a la vez de su pedestal y me convoca a visualizarme como miembro del público en su dilema. Por primera vez, le correspondo con legítima empatía. Lo comprendo. Lo siento más cerca de mí que en cualquier sermón.

Un episodio de la serie [i]Monty Python´s Flying Circus[/i]  incluye un [i]sketch[/i] donde, a manera de reportaje, se entrevista a los inquilinos de un edificio de departamentos construido por un mago. Ellos aseguran tener garantía de que el edificio nunca se caerá siempre y cuando estén dispuestos a jamás dejar de “creer” en él.  Cuando el entrevistador siembra en ellos la duda respecto a la validez de semejante condición, la unidad comienza a desmoronarse. Durante mucho tiempo usé está viñeta como analogía  para intentar entender la polémica que [i]La Última Tentación de Cristo[/i] sigue generando a más de veinte años de su estreno. A nadie le cae bien el nerd sabelotodo explicando por qué la tierra es redonda o el niño señalando a gritos que el emperador está desnudo. Pero eventualmente descarté esta noción al caer en la cuenta de que asumir que una obra de arte sea tan fuerte como para debilitar la convicción religiosa de toda una vida sería no sólo pecar de ingenuo (sin ironía intencionada), sino también dar por hecho que nadie tiene fe en su propia fe. Peor aún; quizás contribuiría indirectamente a darles la razón a los fundamentalistas empeñados en denostar la visión de Scorsese. Quiero creer que existen piadosos dispuestos a darle una oportunidad con mente y corazón abiertos al concepto de un Jesús más allá de la misma Biblia. Aquel bendecido con criterio amplio que se abstenga de arrojar la primera piedra.

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