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Paul Antoine Matos
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

17 de marzo, 2016

A Juan Villoro no lo conocí por sus novelas. Tampoco por sus crónicas acerca de los temblores chilenos o su faceta Tacvba, ni por sus apariciones en el Lado Oscuro de la Luna o las narraciones de sus experiencias en Yucatán, tierra de su abuela y madre. Lo conocí por el fútbol.

Hace 10 años, Alemania celebraba su segundo Mundial de fútbol y el Premio Excelencia en las Letras “José Emilio Pacheco” 2016, era colaborador del programa en La Jugada, de Televisa Deportes, para comentar las justa deportiva.

Entre goleadores como Hugo Sánchez, maestros de la táctica, como Carlos Bianchi y varios comediantes, las palabras de Villoro se convirtieron en un oasis intelectual; pues en un deporte donde la cabeza es usada principalmente para evitar o intentar goles, mientras que el razonamiento propiamente dicho, se reserva para esos seres mágicos que sobre su espalda llevan el número 10 y que tienen que tomar decisiones cruciales en un palmo de terreno.

A pesar de haber sido parte de Francia ’98, como él mismo lo hace notar en gran parte de Dios es Redondo, Villoro reitera en sus artículos en El País y Reforma su relación con el país teutón, tras haber sido educado en el Colegio Alemán y posteriormente ser el agregado cultural de la Embajada de México en Alemania, en un Berlín dividido por un muro, como el balón que dio origen a su tercer libro sobre fútbol.

En el último siglo, Alemania tiende a marcar los momentos más importantes en la historia del mundo, tanto política como culturalmente. En 1919 fue castigada por la Gran Guerra; en 1939 invadió Polonia e inició la Segunda Guerra Mundial; en 1945 concluyó el Tercer Reich y, tres años más tarde, la división de Berlín marcó el comienzo de la Guerra Fría entre occidente y oriente; la ciudad de Hamburgo impulsó la carrera de The Beatles durante los primeros años de los sesentas; en 1989, el limbo entre el comunismo y capitalismo cayó junto al Muro de Berlín, generando un efecto dominó que llegó hasta la Unión Soviética. En 2006, se acabó la era de un mago del balón.

En un encuentro ríspido, sólo las genialidades fueron capaces de definir el marcador final. Italia y Francia se enfrentaron en un encuentro marcado por los goles de “Panenka” y los cráneos.

Una única parte del cuerpo sentenció la historia. Mago del fútbol mundial, autor de goles imposibles como el de Glasgow en 2002, Zinedine Zidane homenajeó, involuntariamente, a Juan Villoro, al utilizar la cabeza –en sentido literal– para derribar al italiano Marco Materazzi, en los tiempos extras. Tarjeta roja.

Irónicamente, el 23 azurro, había marcado con la frente el empate, apenas 660 segundos después del estético gol de Zizou, anotación que levitó sobre el área chica, tras partir desde el punto penal, como Antonín Panenka lo hiciera en la Eurocopa de 1976.

La carrera de Zidane se apagó por siempre en aquel momento. Italia obtuvo el Tetra y Villoro quedaría marcado como un grato recuerdo del Mundial.

Cuatro años después, llegó el turno de África. Las caderas de Shakira tampoco mintieron en los estadios de Johannesburgo, Ciudad del Cabo y Puerto Elizabeth; Luis Suárez se convertía en un Superman uruguayo, al salvar a su equipo con una atajada fenomenal… para un delantero; Argentina, dirigida por D10s, eliminaba por segundo Mundial consecutivo a México, justo en el bicentenario del inicio de la lucha por la Independencia de una Corona Española que ese 2010 levantó la corona mundialista.

Durante un mes, y como lo hicieron con el Barca de Guardiola, las neuronas de Xavi e Iniesta se conectaron y transmitieron entre ellas impulsos eléctricos para encumbrar a la mejor generación que la península ibérica haya dado en su historia.

Pero faltaba Juan Villoro, heredero del filósofo catalán Luis Villoro, por tanto, paisano en segundo grado de Carles Puyol, defensor que también usó su cabeza, en esta ocasión para que España ingresara a la final en Soccer City. El “Tarzán de la Ciudad Condal” anotó ante una Alemania distinta a la que Juan vivió, ahora estaba reunificada y entre sus filas tenía jugadores de origen turco y ghanés.

Pasaron otros cuatro años para que volviera a saber del escritor mexicano, aunque con esporádicas apariciones en alguna lectura en un periódico o un programa de televisión, su nombre me era familiar, pero, hasta aquel momento, no intenté adentrarme en su obra.

En los primeros meses de 2014, las principales noticias deportivas se enfocaban en la lesión de algún jugador, o el descarte que el seleccionador nacional hizo de una estrella, a pesar de su pegajosa aparición en el álbum Panini. En un espacio poco común para la literatura, el futbol presentaba el Balón Dividido de Juan Villoro.

El autor retornó a mi mente y disparó los recuerdos de Alemania 2006. Supe que adquiriría su libro. Coincidentemente, en esos días me recomendaron Palmeras de la Brisa Rápida, su encuentro con Yucatán, tierra en la que su imaginación despertó con las historias de su abuela, Estela Milán.

Con un estilo entonado con sarcasmo e ironía, los lectores digieren fácilmente las historias de Juan Villoro, que por igual narra la enésima resurrección de Diego Armando Maradona, la dificultad de sentarse en la silla más estresante de México: la de director técnico de la Selección Nacional, o los vendedores de hamacas que recorren las calles del Centro Histórico de Mérida y persiguen a los turistas.

Al leerlo, las palabras de Juan Villoro se estrellaron sobre mí, tal como lo hiciera aquel cabezazo de Zizou, en el Estadio Olímpico de Berlín sobre el pecho de Marco Materazzi.

*Este texto es uno de los cinco seleccionados por los organizadores de la FILEY 2016, para participar en la mesa Juan Villoro y sus lectores


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