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Pablo A. Cicero Alonzo
Cartón: Marcelo Santos
La Jornada Maya

Las muertas no votan, pero serán determinantes en las próximas elecciones de Quintana Roo. Al momento de elegir a sus nuevas autoridades, los ciudadanos de ese estado tendrán en mente a las cinco asesinadas en lo que va de este 2016. En la intimidad de la casilla, junto al hombre o la mujer que marcará con una cruz a su candidato estarán Victoria D. de 52 años; Ruth, de cinco, y María Isabel, de 23, en Cancún. Osiris Y., de 16 años, en Tulum y una mujer de entre 20 y 25 años, cuya identidad se desconoce, en Playa del Carmen.

En este contrato social, los ciudadanos ceden ciertas libertades y pagan impuestos para que el Estado genere las condiciones que nos permitan realizar nuestras actividades cotidianas con la confianza de que nuestra vida, patrimonio y otros bienes jurídicos estén exentos de todo peligro, daño o riesgo. Sin embargo, una parte no está cumpliendo con sus obligaciones. Y no sólo nuestro patrimonio está en peligro; también nuestras vidas, en especial las de las mujeres. En el caso específico de Quintana Roo, ese contrato social es draconiano, inoperante; es una falacia.

Victoria fue estrangulada; tiraron su cuerpo, como basura, en un predio baldío, cerca de un Oxxo. María Isabel falleció cuando le golpearon en la cabeza; antes, con sadismo, le cortaron el cuello, sin pretender matarla, sólo por diversión. El agresor de Ruth, después de violarla, la asesinó, asfixiándola con una sola mano; con una sola, que envolvió con facilidad el cuellito de la niña. Osiris fue encontrada sin vida en un camino de terracería cerca del fraccionamiento Las Palmas; su cuerpo tenía heridas producidas por un arma blanca, además de que lo más probable fue que la violaran antes de asesinarla. A la quinta mujer que ha perdido la vida en este trágico año en Quintana Roo le quitaron hasta el nombre; es una muerta más, a quien nadie ha podido identificar. Es ya sólo una cifra más, un porcentaje menos.

Cinco muertes que representan a todo un género: de adultas plenas, como Victoria, a niñas, como Ruth. Hay de todas las clases sociales, geografías y circunstancias. El denominador común es la indefensión, lo expuestas que están las quintanarroenses a la violencia machista, a la indiferencia institucional de protegerlas y, en estos casos, de hacerles justicia. Con sus actos, parece que dijeran que no se merecen sus esfuerzos ni su tiempo. Mujeres desechables, objetos sin importancia.

Para añadir datos duros en esta dura realidad, hay que recordar que en 2014 y 2015 desaparecieron en Quintana Roo 269 mujeres, y que desde 2012 suman 150 las asesinadas, sin que uno solo de los crímenes haya sido investigado ni consignado como feminicidio. A diferencia, por ejemplo, de Yucatán, donde se acaba de implementar un protocolo especial para la actuación en este tipo de delitos, en Quintana Roo la ley es letra muerta, tanto como a esas mujeres que se supone que defiende.

Además de Yucatán, cuentan con un protocolo para investigar casos de feminicidio Colima, Chihuahua, Estado de México, Chiapas, Guanajuato, Guerrero, Michoacán, Morelos, Oaxaca, Jalisco, Ciudad de México, Puebla, Sinaloa y Tlaxcala. Y esa medida está funcionando. El vecino gobierno de Rolando Zapata Bello ha demostrado que lo único que hace falta para implementarlo es voluntad, algo que, ya en el ocaso de su administración, le faltó a Roberto Borge Angulo. ¿Quién de los que aspira a sucederlo tiene este tema como una prioridad? A esa pregunta, que se puede responder de manera simple, hay que añadir otras más, mucho más complejas.

¿En qué momento en las yermas llanuras de Juárez brotaron cruces rosas? ¿En qué momento esa ciudad fronteriza se convirtió en sinónimo de feminicidio? ¿Cuántas muertas más se requieren para que las autoridades de Quintana Roo asuman su papel? ¿Cuántos feminicidios puede soportar la sociedad sin levantar la voz? Cuestiones todas, hasta el momento, sin respuesta.

Ciudad Juárez, Chihuahua; Estado de México, Quintana Roo… En todos esos sitios acuden al año cientos de mujeres de diversas partes del país para encontrar las oportunidades que se les negaron en sus lugares de origen. En Ciudad Juárez, el espejismo de las maquiladoras se tornó en una carnicería, en una campo regado de cadáveres. El terror se replicó después en el Estado de México, y ahora en Quintana Roo, ávido, insaciable de mano de obra. Ante esta situación, ya grave, se requiere aceptar que el sector turístico no puede crecer sobre cimientos cuajados de cadáveres, que no se puede ocultar este macabro escenario simplemente no etiquetándolo con su verdadero nombre: feminicidio.


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