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Pablo A. Cicero Alonzo
Foto:Tomada de la web
La Jornada Maya

14 de marzo, 2016

En mayo del año pasado, en el marco del Foro Económico Mundial, el presidente Enrique Peña Nieto sostuvo que la corrupción “es un asunto de orden cultural”, poniendo un endeble dique a la ola de críticas que comenzaban a levantarse, amenazantes, sobre él y sus colaboradores. Para el mandatario, entonces, es nuestro destino, está en nuestro ADN, dar, por ejemplo, mordida. Casi, casi nos describe recostados, con sarape y sombrero, sobre un cactus; el paradigma mundial fortalecido por las declaraciones del presidente.

En contraste, en el último número de la revista [i]Nature[/i], se publicaron los resultados que un grupo de científicos de la Universidad de Nottingham, Reino Unido, realizó. La conclusión a la que llegaron los hombres y mujeres de ciencia fue demoledora: la corrupción política crea ciudadanos menos honrados.

Para ello, se reporta en ese medio, elaboraron un índice sobre la prevalencia de la violación de las reglas (PRV, por sus siglas en inglés) y descubrieron que estos aspectos de la vida pública ejercen una fuerte influencia en la honradez de las personas. De esta manera, las sociedades con bajos niveles de corrupción, evasión y fraude suelen contar con individuos más honestos que aquellas que tienen unos niveles altos.

“Diversas investigaciones en sociología y psicología social ya sospechaban que existía una conexión entre las malas prácticas políticas y la honestidad ciudadana dado que, por ejemplo, algunas personas están dispuestas a romper las reglas si muchas otras también lo hacen. Sin embargo, no se había demostrado dicha relación hasta ahora”, explica en [i]Nature[/i], Sinc Simon Gächter, investigador y coautor del trabajo.

Somos corruptos por ósmosis. Y la semilla de ese mal, según los resultados de la investigación británica, son los gobernantes, algo que parece eludió Peña Nieto en un simplista “asunto de orden cultural”. Y ese es nuestro mayor problema, nuestra tragedia como nación: que nadie asume su responsabilidad.

Por un lado, con cinismo galopante, con un relativismo agobiante, los gobernantes ven en prácticas como el moche algo normal, incluso necesario para “complementar sus gastos”. Lo practican también, los que se dan baños de pureza, los que presumen de incorruptos; fariseos políticos que se muestran como cruzados contra la corrupción cuando en realidad están completamente sumergidos en ella; y, por otro, los ciudadanos, que nos hemos conformado con un papel pasivo, de recipiente; un conjunto ovino que le teme y que obedece a los lobos, pero que, paradójicamente, lee los resultados publicados en [i]Nature[/i] y dice, y piensa: soy corrupto porque mis líderes lo son; no es mi culpa, es la de ellos. Y nos conformamos firmando una propuesta de iniciativa de ley, soñando que así podemos cambiar ese “orden cultural”.

La raíz, reitero, efectivamente está en la clase política; pero la semilla la sembramos nosotros, los ciudadanos, quienes también cuidamos con esmero la madreselva de la corrupción. La regamos generosamente con nuestras acciones, la podamos con cuidado, le ponemos abundante abono. Saludamos con genuflexiones a los gobernantes, los elogiamos con el menor motivo, nos guardamos las críticas para la intimidad, como los malos pensamientos.

Dóciles, nos pastorean alrededor de un pódium, y a ras del suelo, aplaudimos hasta que nos duelen las palmas. Iguales todos, como esas ovejitas con las que nos comparan; de guayabera, coordinados nuestros vítores, nuestras hurras, nuestra individualidad; le rendimos pleitesía a los corruptos que nos hacen corruptos.

Y así, esta relación causa y efecto pierde sentido, y es donde parece, que más que un resultado de una línea de ensamblaje, la corrupción es un engranaje, un círculo vicioso, en el que también se puede deducir que la corrupción de un pueblo crea políticos menos honrados. Ríos de tinta han corrido sobre las formas en las que el ciudadano puede combatir la corrupción; que no las llevemos a la práctica es otra cosa. Sin embargo, poco material tienen los políticos para blindarse de los elogios y del endiosamiento.

En ese panorama yermo, sobresalen los personajes que, en la cara de los políticos, arrojan verdades y describen realidades sin maquillar. El discurso que pronunció antenoche Juan Villoro fue demoledor, y lo escucharon, de viva voz, muchos de nuestros políticos. Ellos, más que incómodos, se deben sentir agradecidos con el escritor premiado en la FILEY, cuyas palabras representan un oasis de verdad en el desierto de mentiras.

El político debe reconocer que a su alrededor orbita una legión de personas que le dice únicamente lo que quiere escuchar; él debe buscar esa verdad incómoda que le niega la muralla de la lambisconería. Esos funcionarios del protocolo que envuelven en halagos a sus jefes, que los marean de parabienes, que dictan las oraciones y plegarias que hacen que sus pies se despeguen del suelo y su cabeza se llene de caca.

Una sociedad es corrupta porque sus gobernantes son corruptos, porque sus ciudadanos les aplaudieron y los arroparon de elogios. Un círculo que los líderes pueden romper alejándose de los que les dan palmadas y acercándose a quienes dicen las cosas como son.


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