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Pablo A. Cicero Alonzo
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

13 de marzo, 2016

Caminar por sus pasillos, sin un plan previo; detenerme al azar y hojear el primer libro que me llame la atención. Hacer una lista de títulos y autores que aquí no llegan e intentar hallarlos en los módulos de las editoriales; este año voy en busca de Mircea Cartarescu, de Enric González, de Svetlana Aleksiévich, de Antonio Lobo Antunes. Me gusta llevar a mis hijas, y comprarles los libros que quieran, aunque eso implique que sus papás no salgan de casa por un buen tiempo; que toquen, que huelan, incluso que prueben esos preciosos artículos hechos de papel, en peligro de extinción.

Encontrarme ahí con grandes, viejos amigos; algunos reales, otros no. Pensar que tal vez por ahí está Gabriel García Márquez, rodeado de un áurea de mariposas amarillas, o Carlos Fuentes, deambulando, rumiando la eternidad, o Umberto Eco, disertando sobre la risa con Jorge de Burgos o creando una nueva lengua con Baudolino. Ver a hombres y mujeres, a niños, jóvenes y ancianos, en completo silencio, dejarse enganchar, como pececitos novatos, en los anzuelos de los escritores, de esas oraciones, trampas de las que no puedes escapar. Sostener, como el Pereira de Tabucchi, que cualquier melancolía se cura con la palabra escrita. Descubrir a grupos de jóvenes que se escaparon de clase, pensando que ahí hallarían las emociones de las que son adictos, y ver que, efectivamente, así lo hicieron, que sus ojos se llenen de brillo, que sus corazones latan como mayor rapidez, que transpiren.

Visualizar a Sandokan, navegando por los canales en los que se convierten los pasillos de la feria, a dragones sobrevolándome; sortear arenas movedizas, matar serpientes, huir de las tribus del mar del Sur; fantasear, como Rigoberto, el viejo verde que sospechosamente se parece a su creador. Ver a mujeres que leen poesía. Ser cómplice silencioso de un anciano que roba una novela. Presumir los regalos que me dan al comprar libros; por ejemplo, entre la parafernalia que puebla mi lugar de trabajo, hay una pluma y un lapicero del Fondo de Cultura Económica. Acariciar la textura de los libros, precisamente, del FCE; disfrutar la suavidad de sus páginas y sentir lástima por los que piensan que ese exquisito material es de baja calidad. Fantasear con la escena de una dama otoñal llevando bajo el brazo toda la colección de [i]Cincuenta sombras de Grey[/i]. Jugar con fuego, poner en peligro mi vista, mirando fijamente el saco del escritor Fernando del Paso. Adquirir [i]El retrato de Dorian Gray[/i] y percatarme de que los años no pasan para Carlos Cuauhtémoc Sánchez.

Palpar el rumor que inunda el espacio, en el que es imposible identificar canción o melodía alguna; que no se escucha ni se entiende, sólo provoca vibraciones que calman y que apaciguan. Ubicar a los integrantes de las nuevas tribus, a esos lánguidos jóvenes vestidos de negro rebuscando en las tiendas que venden historietas —novelas gráficas, me corrigen—, o a los que nacieron en el año equivocado, preguntando por autores de la generación beat. Pisar cucarachas, y pensar que acabo de hacerle un favor a Gregorio Samsa. Detectar esnobs, que van a la caza del título más rimbombante, del autor más extraño, para restregárselo a sus amigos, también esnobs, en una competencia de egos en el que el único que no gana es el que lee. Diagnosticar a los que padecen lo que los japoneses llaman “tsundoku”, esa dolencia impronunciable que consiste en dejar un libro sin leer después de comprarlo; por lo general, amontonado junto a otros libros no leídos. Ubicar a los fetichistas, a los que aspiran al abrir un libro, a los que le soban el lomo al ejemplar, como si fuera una bestia que creen que es posible domesticar. Oler peróxido de hidrógeno y dímero de alquilceteno, que es a lo que huelen los libros nuevos; también, benzaldehído, etilbenceno y tolueno, cuya mezcla conforma el aroma de las ediciones antiguas. Imaginarme el tipo de letra en el que está compuesto un libro: ¿Es Helvética? ¿O Franziska? ¿O Garamond?

Imaginar a los antiguos dueños de los libros viejos que ahí se venden, preocuparme por las tribulaciones que los orillaron a deshacerse de sus tesoros, o maldecir a sus herederos por venderlos al mejor postor. Advertir a una madre que su hijo está consultando una guía ilustrada del Kamasutra. Saludar a un sacerdote que está haciendo lo mismo, diciendo en voz alta: “¡Pero qué estás viendo, padre!”. Cerciorarme de que, a pesar de los años, a pesar de Internet, [i]Asterix y Obelix[/i] todavía son irreductibles y resisten y detienen siempre al invasor. Arruinar la lectura a quienes corren por la última de Vargas Llosa, susurrándoles que todo se reduce a un [i]ménage à trois[/i] con el que el autor desenmascara la frivolidad de la alta sociedad. Me gusta la Filey. Me gusta mucho.

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