de

del

Lolbé González Arceo
La Jornada Maya

10 de marzo, 2016

Tengo hambre y en la cocina no hay nada con potencial de conjunto alimenticio, así que decido ir al mercado de San Sebastián para comprar algunas verduras. Saliendo de ahí, desde una pipa del Ayuntamiento de Mérida, dos tipos chiflan y me gritan.

El espacio entre el camión y la pared del mercado es estrecho. Comienzo a sudar porque estoy enojada y nerviosa. Con treinta años encima debería saber que esto es cosa de todos los días, mi oído tendría que estar habituado a esas expresiones al punto de anularlas y pretender que no existen.

Lo aprendí a los once años cuando, camino a las clases de danza, unos tipos que trabajaban en un lavadero de autos me comenzaron a gritar. A esa edad no me había planteado la posibilidad de ser blanco de aquellas manifestaciones, así que la primera vez que ocurrió pensé que yo había escuchado mal.

Con el paso de las semanas me di cuenta de que se dirigían a mí y que debía de tomar otra ruta o caminar muy rápido. De regreso, cuando ya estaba más oscuro, yo tenía una técnica muy tonta que era fingir que cojeaba de un pie. Creía que de esa forma iban a pensar: “oye, está lastimada, hay que dejarla en paz”. Mi estrategia resultó cansada e inútil porque me acordaba de utilizarla cuando ya los tenía enfrente. Así que hice lo que la mayoría de las mujeres que caminan se ven obligadas a hacer en esta ciudad, en este país y en este tiempo: fingir que no pasaba nada.

Aquel día del mercado sentí como se apoderaba de mí una furia acumulada. Creí ver en esos dos sujetos a todos los hombres que durante la vida habían ejercido esas prácticas sobre mí y sobre mi hermana, mis primas, mis amigas, en fin, casi toda mujer que conozco.

Entré a la casa y aporreé la puerta, estaba hiperventilando porque me di cuenta de que no había punto concreto hacia dónde dirigir mi furia. Los tipos de la pipa de agua eran tan culpables como todos los demás que alguna vez me habían gritado, pero no más culpables que cualquiera de ellos. Barajeaba varias posibilidades como explicarles lo molesto que es el acoso callejero, gritarles, agredirlos… pero todo ya lo hemos hecho (yo, y las demás mujeres) sin que nada cambie excepto el rostro del acosador.

Estudié la licenciatura en una Universidad privada de Mérida, ahí uno de mis compañeros tenía la costumbre de chiflar por lo bajo cada vez que me ponía de pie. Lo hacía cuando yo estaba cerca y con un volumen bajito, como para que no pudiera escucharse en todo el salón. Con el tiempo su amigo se unió a él y los dos se reían, supongo que de mi cara de desconcierto o de mi expresión que trataba de simular que nada estaba ocurriendo. La peor ocasión fue una en la que lo hicieron cuando yo estaba sola en el estacionamiento de la escuela. En aquel entonces la palabra bullying no había salido a flote y mis amigas me decían que no les hiciera caso así que seguí el consejo.

La mía no es una situación excepcional. Casi cualquier mujer a la que se le pregunte habrá transitado por experiencias de este tipo. Lo que pasa es que estamos tan acostumbradas a simular que no escuchamos los gritos y chiflidos de la calle que hemos extendido este fingimiento a muchos otros ámbitos.

Lo que me pasaba en la universidad nunca tuvo nombre y yo creo que en parte ahí radica la razón por la que no dije nada ni hablé más alto. Me confundía muchísimo no saber lo que ellos querían. No estaban interesados románticamente en mí ni tampoco teníamos un pleito, sólo parecían empeñados en que yo me enterara de su presencia.

Esa es una característica común del acoso callejero porque no busca una aproximación real. No es una persona tratando de conocer a otra; es un hombre diciéndole a la mujer que pasa: estoy aquí y voy a tratarte como objeto, aunque tú no estés en plan de seducción, aunque sólo quieras llegar en paz a tu trabajo.

Muchas veces me he preguntado si esos hombres tienen idea de lo desagradable que es tener que vivir alerta, de sentirse obligada a cuidarse. Estoy segura de que la mayoría de ellos son personas como cualquier otra que trabajan para ganarse la vida, que aman y desean ser amados. Quiero decir que no los percibo como villanos y eso es lo que asusta. Son cualquiera y son nadie, una transgresión en la oscuridad.

Dice André Comte-Sponville en su libro Ni el sexo, ni la muerte que la moral es una apariencia de amor, y que la educación y la ley son apariencias de moral. En relación al tema del acoso pienso que hablarlo es generar, como sociedad, una educación al respecto. Al menos habrá que partir de ahí para ir despertando una serie de sensibilidades que parecen aletargadas.

Traigo a cuento la frase de Comte-Sponville porque aquel recurso popular de “¿por qué no le chiflas a tu hermana?” tiene, dentro de todo, sentido. No le chiflarían a ella porque en la mayoría de los casos uno tiene cierto aprecio por su familiar o mínimo lo mira como a una persona: con historias, miedos, alegrías, vergüenzas, expectativas, dudas, un gato, y una larga lista de etcéteras. Todo lo que nos conforma.

Habría que empezar por llamarle de acuerdo con lo que es: acoso callejero. No es un piropo, una broma o un chiste porque para que estos se dieran ambas partes tendrían que estar en sintonía y complicidad. La relación tendría que darse de forma horizontal y no una dinámica en la que una parte es reiteradamente molestada por la otra.

El ajuste sería mínimo, pero trascendental. Que cuando estos hombres vean a una mujer pasar por la calle intenten imaginar que se trata de nada más y nada menos que eso, una persona.

[b][email protected][/b]


Lo más reciente

La importancia de llamarse 'La Jornada'

Editorial

La Jornada Maya

La importancia de llamarse 'La Jornada'

Genaro García Luna y la credibilidad de la Derecha

La Resaca 2.0

Normando Medina Castro

Genaro García Luna y la credibilidad de la Derecha

Aprueban diputados protocolo para toma de protesta de Sheinbaum

El acto comenzará a las 9 horas el 1 de octubre en San Lázaro

La Jornada

Aprueban diputados protocolo para toma de protesta de Sheinbaum

Resonancias purpúreas

Un recuerdo novelado de la vida del Vate yucateco

José Juan Cervera

Resonancias purpúreas