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Andrés Silva Piotroswky
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

2 de marzo, 2016

Ese día, como casi todos los fines de año, no pararon ni con las primeras luces de enero. Metieron los instrumentos a la carcacha: guitarras y piano portátil. Agradecidos con el nuevo presidente municipal, recorrieron las calles por más provisiones; muy temprano, pues la restricción de venta de cerveza había sido levantada días antes.

Ya bien armados, siguieron la juerga en el garaje de su casa y se entregaron con emoción a la música, al compás del amplio repertorio que las manos de Omar ejecuta en el teclado. Del jazz al bolero, sin dejar de lado el rock. Desde Charly Parker hasta Bola de Nieve, desde Jethro Tull y los Doors hasta Guty, Palmerín y José Alfredo.

Una andanada de ladridos los interrumpió. ¿Por qué ladran los perros?, preguntó alguien con ánimo rulfiano. A lo lejos, los rasposos sonidos de una trompeta y una destartalada tambora, respondieron. Su proximidad opacó por completo los acordes de Omar, quien fue hasta el zaguán, en un arrebato de buen anfitrión, para invitar a pasar a la tropa callejera, una familia oaxaqueña. El marido en la trompeta, la mujer en la tambora y dos preadolescentes en los botes con los que se recolectan las monedas.

Una corta conversación fue el preludio de algo insólito; nadie supo cómo ni cuándo Omar retomó el piano y de la trompeta surgieron improvisados, livianos y brillantes sonidos, primero; oscuros y profundos, después; siempre con una nitidez que contrastaba con el ruido de momentos antes. Tiene oído universal, dijo Omar con la mirada medio extraviada, después de una especie de[i] Body and soul[/i] que dejó atónitos a todos. Frente a ellos había un prodigio que pedía limosna por sus notas.

Nadie, en voz alta, se preguntó cómo había sido la noche del treintaiuno de esa familia de inmigrantes que seguramente dormían en las calles de Mérida, donde afortunadamente las navidades son veraniegas. Se hizo una [i]vaquita[/i] y la familia salió con una buena cantidad de dinero para sortear el año naciente. El jefe de la tropa agradeció en un español que masticaba medianamente.

Durante semanas, la banda se apersonó afuera de la casa para recibir una ayuda económica que se hizo costumbre. Hace apenas unos días llegaron de nuevo, pero sin su timonel. Omar preguntó por su paradero; la respuesta fue una mirada perdida y triste de la mujer. Estiró la mano para dar la propina acostumbrada y la miró alejarse con sus hijos por la calle; su andar le recordó la escena de un cuento de Juan Rulfo, donde una carreta desajustada da tumbos por un lugar desierto.

En la medida en que la trompeta, ahora tocada por uno de los muchachos, y la tambora irrumpieron con su estruendo, alguien que cruzaba comentó: “estos [i]huaches[/i], qué ruido hacen.

Omar se adentró en su casa, tras el ladrido persistente de sus mascotas, especulando sobre el destino del músico prodigioso y sobre nuestra falta de capacidad para asomarnos en el otro, tan siquiera un poco.


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