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Pablo A. Cicero Alonzo
Foto: Raúl Angulo
La Jornada Maya

1º de marzo, 2016

Hoy, llámame Ismael, como el náufrago de la pesadilla de Ahab. El domingo, día de guardar, varó en el muelle de pescadores del puerto de Progreso un descomunal cadáver. Se trataba del putrefacto cuerpo de una ballena de la especie Balaenoptera physalus o ballena de aleta, tal y como lo especificó [i]La Jornada Maya[/i].

También ahí se leía que un suceso similar se relató en 1905, en El Eco del Comercio. Entonces, un reporte consignó que se encontraron “varados en la playa al amanecer de ayer, 19 ballenatos; el menor de los cuales mide seis metros y los otros tienen diversas, pero considerables dimensiones”.

Durante generaciones, los hombres nos hemos ensañado con esa especie, que ya reinaba en los mares aún antes de que conociéramos el fuego. Las hemos perseguido océanos, asegurándonos de su extinción. El ejemplar que encontró en nuestras costas un camposanto, aseguran expertos, no está en peligro de extinción. Su presencia, sin embargo, despierta los fantasmas de nuestros excesos, que empujaron a esos reyes mamíferos a la anécdota.

Las imágenes publicadas nos muestran a un leviatán de unos diez metros de largo y varias toneladas de peso. Los curiosos que se arremolinaron al alrededor de la bestia parecen insignificantes; liliputienses atónitos ante ese Gulliver marino, que a la vez los aterroriza y fascina.

¿Sabías que uno de ellos bien podría deslizarse a través de la aorta de la ballena, cuyo corazón es del tamaño de un Volkswagen? ¿Sabías que la bíblica historia de Jonás es posible? Según registros, en 1893 encontraron en el estómago de un cetáceo a un marinero, no blanco como el papel, como se supone que fue vomitado Jonás, sino macerado por la mucosa gástrica pero por lo demás bastante entero ¿Sabías que Jaqui colocó en el féretro de su esposo John F. Kennedy uno de los dientes de ballena que el presidente coleccionaba?

¿Alguien te ha dicho que el codiciado ámbar gris, tesoro de los perfumistas, es en realidad caca de ballena; que la piel de estos animales es tan sensible que la presión de un dedo humano les causa temblores por todo el cuerpo? ¿Te podrías imaginar que aceite de ese animal, que no se congela, lubrica el telescopio Hubble? ¿Sabías que surcan los océanos especies aún desconocidas, que la gran mayoría de los cachalotes padece caries, que las hembras de ballena franca disfrutan tanto con el amor que permiten que las penetren varios machos a la vez…? Un acuoso ménage à trois… et a quatre, a cinq.

Los cachalotes, primos del mastodonte que varó en Progreso, tienen pensamiento abstracto —capaces de razonar conceptos como amor o justicia—, autoconciencia —se saben individuos únicos e irrepetibles— y luminiscencia para iluminar su reino a 500 metros de profundidad, como inmensas, silenciosas luciérnagas. Ahí, en los abismos parpadeantes, también se intensifica una habilidad única en los cetáceos: la de generar sonidos tan potentes que pueden aturdir o matar a sus presas, lo que equivale, en palabras de un escritor, a matar gritando.

Son los animales más grandes de la creación, y sin embargo sólo el cinco por ciento de la humanidad ha visto uno. El domingo pasado, a ese selectísimo club se unieron los pescadores y curiosos que se arremolinaron para contemplar ese triste deshecho, recostado en el edredón de sargazo de las playas yucatecas. ¿Sabías que los maoríes se acuestan a su lado cuando las encuentran varadas para que no estén solas al morir? Cantan una antigua melodía que ha pasado de generación en generación; las arrullan hasta que duermen para siempre. Por cierto, las belugas, esos animales gráciles, blanquísimos, son conocidos por los marineros como los canarios del mar; emiten sonidos similares a la canción fúnebre maorí.

Poco conocemos de esas maravillas. Hasta hace poco, los científicos revelaron que hay ballenas que pueden llegar a vivir 300 años, por lo que el fantasma blanco que persiguió Ahab tal vez aún nada en las profundidades, luciendo los arpones del capitán del Pequod. La necropsia que están realizando los alumnos de biología marina de la Uady tal vez arroje la conclusión de que el animal que encontró aquí su última morada falleció de viejo. Tal vez. Sentimos hacia las ballenas una atávica sensación de culpa colectiva y a la vez terror, y admiración, y ternura. Son el mal y la inocencia. Se mueven por un mundo del que nada sabemos. Son animales de antes de la Caída, inocentes de todo pecado.

[h2]Coletazo[/h2]

No hubiera podido escribir este artículo sin abrevar antes de tres maravillosas fuentes: el libro Leviatán o la ballena, de Phiplip Hoare, y las crónicas que sobre esa obra publicó Jacinto Antón en El País, y Una breve historia de casi todo, de Bill Bryson.

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