Fabrizio Leon Diez
Foto: Carlos Ramos Mamahua
La Jornada Maya
Viernes 30 de noviembre, 2018
No era la primera vez que Andrés Manuel López Obrador usaba el elevador del edificio donde hacemos el periódico [i]La Jornada[/i]. Lo había visto entrar todavía con el sol del día y salir muy tarde. Lo había visto correr a ese mismo elevador y salir también de prisa. Lo había visto esperando, relajado, pensativo, siempre atento para saludar. Nunca aproveché el momento para fotografiarlo porque me parecía lo más normal, sólo tengo incontables imágenes mentales de él, ocupando nuestro elevador hacia el noveno piso.
Este martes 27 de noviembre, sin embargo, fue muy diferente para mí. A las 16:55 que llegó al edificio, ingresó al conocido elevador para darnos una última entrevista como presidente electo. Ya adentro del cubo plateado, cuando yo vivía uno de los momentos más alegóricos y significativos de estos días, creyendo que recibiría una profunda reflexión iluminadora, al futuro presidente le pareció pertinente confesarme que venía de la peluquería, donde le habían hecho el corte que luciría el primero de diciembre durante la investidura. En mi ánimo por darle a todo desde ahora algún viso transformador, esa viñeta profetizó el intercambio de la parafernalia ceremonial por el valor de los hábitos más cotidianos de nuestra vida diaria.
Todavía en la sala de juntas de la dirección, donde el acrílico amarillo pintado por Phill Kelly retrata al Ángel de la Independencia de esta ciudad capital, el próximo mandatario me hizo notar cómo debía sacudirse los restos de cabello que siempre quedan luego de “sacarse punta”.
La directora Carmen Lira abrió el debate poniendo sobre la mesa el tema de las relaciones con Estados Unidos, las negociaciones por el TLC y la entrega del Águila Azteca al yerno del presidente Donald Trump.
De un lado de la larga mesa se encontraban los reporteros de la casa, y del otro los analistas editoriales, todos buscando las mejores palabras para aprovechar la ocasión. Los únicos movimientos físicos notorios los producían las manos y los brazos del invitado y, claro, los fotógrafos que merodeaban por toda la sala.
Ante la interrogante del trato de los periódicos, la radio y la televisión a sus discursos improvisados, López Obrador bromeaba con los calificativos que tendrá que dejar de usar y otros a los que, dice, nunca va a renunciar.
Una botella con agua se derramó y el líquido sobre la mesa de luz reflejó las pinturas de los artistas fundadores de [i]La Jornada[/i] que adornan el sitio, como las de Francisco Toledo. Un asistente limpió el accidente y los reflejos perduraban.
[b]No está bien, pero tampoco está mal[/b]
Mientras los reporteros insistían y los articulistas explicaban, el presidente, todavía electo, se explayaba y, sintiéndose en plena confianza, se aflojó la corbata morada. El calor empiezaba a ser incómodo y echamos mano de los ventiladores para aligerar el ambiente. Pausado, fue tomando ritmo y se sentía a sus anchas para usar, en los momentos candentes de la entrevista, esas frases consentidas del filósofo de su pueblo: “no está bien, pero tampoco está mal”.
De buen humor sólo bebió una taza de café durante dos horas y media. Con la pluma del reportero hizo un esquema sobre el papel revolución que estaba a la mano, para explicarnos la caída de producción de petróleo y cómo piensa salvar a Pemex del desastre en que se encuentra. Con la misma calma con que hablaba, dobló la hoja tamaño carta y la guardó en la bolsa izquierda de su saco gris oscuro, suponiendo que todos los presentes hubiéramos querido quedarnos con semejante bosquejo sin firma.
De pronto, una tarjeta que le pasan de improviso hizo emerger al futuro titular del Poder Ejecutivo. Del amigo confianzudo que se aflojaba la corbata bromeando, pasó a ser el más alto funcionario de la política nacional. El tiempo comprometido se había extendido. “Me tengo que ir”. Eran las 18:49 horas. Lo reclamaba un suceso muy importante, de esos que no se pueden hacer públicos. “Esto es muy delicado, es gravísimo”, dice cerrando el puño.
Sabiendo que quedaban mil preguntas sin hacer, recordó la resistencia de todos los trabajadores de[i] La Jornada[/i] y la sobrevivencia de este diario ante las dificultades. Prometió regresar a visitarnos.
Lo acompañé otra vez al elevador. Se había ajustado la corbata y seguía barriendo con la mano los cabellos sobrantes del corte de la tarde.
Ahora hablaba de un viaje que estaba a punto de emprender, con lo que yo regresé a mi simbolismo subjetivo. En realidad contó que quiere irse a su rancho a terminar de escribir el discurso que pronunciará el primero de diciembre al medio día, desde el palco de Palacio Nacional ante una multitud que lo aclamará por tercera vez como Presidente Legítimo. “Me voy a la Quinta, ya saben”, dice riendo cuando sale del elevador de [i]La Jornada[/i].
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