José Ramón Enríquez
Foto: periodismodigital.com
Miércoles 31 de octubre, 2018
Mientras el neofascismo se alborota en España por la próxima exhumación de los restos de Francisco Franco de ese ominoso y faraónico monumento que es el Valle de los Caídos, hay miles de cuerpos de asesinados por el franquismo sembrados en fosas sin nombre ni marca por toda la geografía española. Uno de esos cuerpos es el de Federico García Lorca, el gran poeta.
Hará unos cinco años el dramaturgo Alberto Conejero recuperó en su obra, [i]La piedra oscura, una historia de amor[/i]. La historia del joven Rafael Rodríguez Rapún, uno de los últimos amores de Lorca. Estudiaba ingeniería de minas y fue secretario de La Barraca, esa experiencia extraordinaria de teatro universitario trashumante que apoyó la República española y gracias a la cual Federico García Lorca llevó hasta los márgenes más remotos de su patria el teatro clásico, con la certeza de que el pueblo paladearía, como nadie, una herencia de siglos que le había sido escamoteada por la falta de educación más elemental. En el año 1936, el año del alzamiento franquista, Rodríguez Rapún había partido a terminar sus estudios y Federico se fue a Granada, donde fue asesinado y su cuerpo tirado por alguna parte del Campo de Viznar. Rafael Rodríguez Rapún, un año después, murió tras ser herido en el frente por los fascistas.
Lo que Alberto Conejero consigue en La piedra oscura es no sólo dar vida escénica al moribundo Rafael Rodríguez Rapún, sino traer una vez más la sombra de Lorca que se ha extendido desde el año de 1936 sobre España y el mundo, así como hacer que el poeta señale, con su crimen como dedo acusador, a varias generaciones de un país que aún no ha sabido cerrar las heridas de su historia.
Y la voz de Rafael Rodríguez Rapún, amado y amante de Federico, llega a nosotros gracias a que la ficción del teatro, con que lo reconstruyera libremente el dramaturgo, fue publicada por Ediciones Antígona.
Entiendo bien que el teatro no está hecho sólo para ser leído, porque tiene a los actores en escena como celebrantes y al público como su objetivo. Sin embargo, leer teatro es también una experiencia importante al permitir que el lector monte su propia escena en la imaginación y se acerque a los tiempos y al dolor de personajes que son vitalmente suyos. Pero ojalá que directores tan lorquianos como los hay en esta península, y pienso en Paco Marín en primer término, llevaran a escena a los dos personajes de este drama, Rafael Rodríguez Rapún y el soldado que lo custodia, apenas un muchacho campesino que fue arrebatado de su pueblo por el aluvión de la guerra y lo mismo está en un bando como podría estar en el contrario.
En el prólogo a la edición de la obra, Ian Gibson, el gran hispanista y biógrafo canónico de Lorca, nos explica que el título está tomado de una pieza del poeta que no ha sido encontrada. O fue un proyecto sin comenzar o se ha extraviado todo rastro suyo. Así, Conejero retoma el título para hacer más presente al poeta en su silencio.
El franquismo fue una hoguera que quiso hacer arder a media España pero, tal como Alberto Conejero hace decir a Rafael Rodríguez Rapún en sus líneas finales:
“...pagarán. Y les perseguirá la vergüenza hasta el último de sus días. No podrán levantar la cabeza sin que un dedo les señale ‘este enterró a tres inocentes en una cuneta’, ‘este sonrió en la tapia en la que fusilaban’. ‘Estos mataron a Federico, estos mataron a Federico’. Y tendrán encima miles y miles de ojos recordándoles cada segundo la sangre derramada. Y cuando entierren a Federico, cuando lo saquen de ese agujero y descanse en un cementerio, cuando por fin ocurra eso, esta tierra tendrá un futuro.”
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