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José Ramón Enríquez
Foto: Archivo histórico de la UNAM
La Jornada Maya

Miércoles 10 de octubre, 2018

El fenómeno teatral llamado Julio Castillo irrumpió con toda su fuerza precisamente hace cincuenta años, en 1968. Él fue una de las razones para que ya nada siguiera igual en el teatro mexicano después de ese año de claroscuros irrepetible.

Hace treinta años murió Julio Castillo. Era aún joven y con muchas posibilidades por delante. Aunque pactó temprano con el genio encerrado en la botella, no creo que le corresponda el reflexivo “se”: Julio no se murió a sí mismo como el personaje de Ionesco en [i]El rey se muere[/i], cuya puesta por Alejandro Jodorowsky, con Ignacio López Tarso y también en el 68, entusiasmó al gran autor rumano-francés al grado de declarar que era el mejor montaje que había visto de esa obra suya.

Julio Castillo nació en 1944, en un barrio bravo de la Ciudad de México donde fue hipnotizado por primera vez, en alguno de esos cines que llamamos de piojito, por las luces y los sonidos múltiples que salían de la pantalla y lo llevaban a mundos imposibles en su entorno. A esos cines de barrio homenajeó en una de sus puestas memorables, De película. Julio murió en 1988, hace treinta años y recibió, a su vez, el merecido homenaje del gremio teatral que lo ha reconocido al grado de poner su nombre a lo que fuera el Teatro del Bosque, atrás del Auditorio Nacional, frente al Campo Marte.

En una entrada lateral estaba entonces la Escuela de Arte Teatral de Bellas Artes, donde cursó la carrera como actor y director. Actuó, por ejemplo, en [i]Los arrieros con sus burros por la hermosa capital[/i], de su compañero Willebaldo López, y en [i]Fando y Lis[/i], de Arrabal y dirigido por su maestro Alejandro Jodorowsky. Julio tuvo dos maestros fundamentales, Héctor Mendoza y Jodorowsky. Del primero aprendió el rigor que exige el escenario junto con la autoexigencia como artista y, del segundo, el vuelo de la imaginación más allá de cualquier frontera. Jodorowsky lo hizo conocer el movimiento pánico, al cual pertenecía y, gracias a ello, leyó la obra El cementerio de automóviles de Fernando Arrabal, cuyo montaje en 1968, en la pequeña Sala Villaurrutia de la Escuela de Teatro, significó una explosión, un antes y un después para el teatro mexicano.

Los años cincuenta fueron años de macartismo, cortes de pelo marciales con casquete corto, de juventud ingenua con la música por dentro, con el silbido clásico de una olla exprés a punto de estallar, moral de prisioneros a los cuales se diera la única alegría del deber cumplido. Y llegaron los sesentas con su torrente de luces psicodélicas y melenas al aire que significaban, finalmente, la liberación juvenil. Y ese torrente llegó con toda su fuerza al año ambivalente del 68. Y a nuestro teatro llegó con Julio Castillo rompiendo, inventando, fundando todo en la imagen de un cementerio de automóviles. El texto fue un pretexto perfecto para realizar su propia liturgia sobre la escena. Desde luego, Julio intuía el precio que había de ser pagado por el estallido liberador de los sesentas y, por eso, su Cristo bajado de la cruz recordaba al Che asesinado en Bolivia un año antes y entregado a las cámaras de quien quisiera documentar la derrota de un sueño. Seis meses después de su estreno vino la represión sangrienta que caería encima de una juventud ilusionada el 2 de octubre y en la Plaza de las Tres Culturas.

Visto en perspectiva parece una exageración pensar que un simple trabajo final de dirección de un estudiante de teatro, montado en la salita de su propia escuela, pudiera significar tanto. Pero no exagero. Vendrían otras puestas inolvidables de Julio, pero aquella función del 26 de abril de abril de 1968 lo cambió todo.

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